Jugar a Ser - talleres lúdico-formativos en Bogotá, Distrito Capital, Colombia - Guía Local
Publica tu negocio

Estás aquí:  Colombia»Distrito Capital»Bogotá»Jugar a Ser - talleres lúdico-formativos

Jugar a Ser - talleres lúdico-formativos

Dirección: Diag. 42 A Cr 21 21-26 3 301, Bogotá, Distrito Capital, Colombia

Código postal: 11001

Sitio web: http://aquinegocio.co/cg7858-jugr-ser-taller

Teléfono: (057) 6008054

Celular: (057) 3128023277

Categorí­as:

Educación Y Formación

Galería de Imágenes

Descripción del Negocio

ISSN: 1575-2844 Año XI. Nº 105
DECANA DE LAS REVISTAS ELECTRÓNICAS UNIVERSITARIAS ESPAÑOLAS
ISSN: 1575-2844
Revista Vivat Academia Histórico. Año X Mayo 2008. Nº 95
Contenido de esta sección: Jugar a Ser (Jaime Retrepo y Silvia M. Duque) Introducción Propuestas
En el Norte de Suramérica (Jaime Restrepo Ch.) Prefacio Doradito La maldición del Jaibaná Don Alfonso Heredad La ejemplaridad de don Quijote y temas relacionados
Jugar a Ser
Jaime Retrepo Ch. Coordinación Literaria - Silvia M. Duque H. Coordinación Plástica.
JUGAR A SER –taller
Propuesta ambiental estética (literatura-plástica-comunicación)
Bogotá D. C. 2008
Introducción
Jugar a Ser – taller es una Propuesta estético-ambiental que invita a participar en actividades, proyectos y tareas concernientes a la literatura y artes visuales en contextos cosmológicos (mito-leyenda-historia), para recrear la imaginación, las manos y el entendimiento de niños mayores de siete años, y hacer lo posible por incentivar actitudes consecuentes (sentir-decir-hacer) entre los integrantes de cada grupo, como apoyo a programas institucionales que trabajen por el desarrollo humano (infancia y familia) con profesores, recreadores u otros líderes o gestores culturales; animados por la lúdica que abarcan estos talleres en sesiones de una a tres horas, que pueden ser desarrollados durante días, semanas o meses.
Esta dedicación nace de un profundo sentimiento por mejorar campos del conocimiento e imaginar las magnitudes de una conciencia ambiental producto de tan larga historia en el espacio-tiempo, de siglos y milenios en los territorios donde habitamos, llenos de riquezas naturales y diversidad cultural, en procura de llevar un solaz al espíritu, para compartirlo con ciudadanos o campesinos –grupos de niños mayores de siete años y jóvenes-, gracias a la actitud estética y pedagógica que ha venido cultivándose desde hace más de una década, paralela y alternadamente a una investigación temática, junto a la inapartable observación sociológica durante recorridos por más de diez (10) ciudades capitales del país, responsables de la edición de una obra opuscular Los hijos de los astros.
Confirmándose de paso en este recorrido geográfico la imperiosa necesidad de contribuir -un poco siquiera- con la ampliación conceptual en lo referente a la realidad ambiental que nos contiene e incidir positivamente en la calidad de vida de los participantes con talleres artísticos que hagan sentir una parte distinta del universo, en espacios estéticos relacionados entre sí por temas del patrimonio histórico nacional y universal que propician elevación del autoconcepto y la estima de las personas, como lo demuestran destacados norteamericanos y europeos que trabajan con minorías étnicas en sus países.
Asimismo, la experiencia ha dado resultados que entusiasman con grupos homogéneos y heterogéneos en cuanto a: flujo lingüístico, concentración, agrado por la lectura, expansión de la imaginación y la creatividad en cada una de las elecciones hechas por pura afición que necesariamente llevan al desarrollo de habilidades paralelas, a la apreciación de las artes, y el reconocimiento de materiales que connotan directamente la naturaleza, el origen de la escritura y otros temas. De la misma manera se ha tenido alguna incidencia -hasta donde ha sido posible- en cualidades éticas como la responsabilidad, la participación, el valor de la palabra y el respeto mutuo, con mayores satisfacciones en cuanto a la realización del compendio, cuando se ha logrado cada aspecto interdisciplinariamente-.
Estos talleres se valen del dibujo y la pintura en diferentes formatos (modelado en maché, máscaras, muñecos y relieves), la narración y lectura de cuentos heroicos que integran la magia deífica de proezas sublimes y valores inmortales como la justicia y el amor, característicos de las mitologías, hasta muy acá -cuando reinaban los ideales caballerescos no tan lejanos en la historia-; la redacción de pensamientos, informes de radio y prensa, y otras posibilidades de expresión.
Bogotá, mayo 3 de 2008
Volver al principio de la introducción Volver al principio del artículo Volver al principìo
PROPUESTAS
1. El Programa: Fiesta de leyenda
(Instalación pedagógico-artística con enfoque ambiental.)
Se compone de símbolos y magnitudes cosmológicas referentes al origen de la multiplicidad a través del juego con una narración (animada por muñecos y máscaras elaboradas con papel maché), la observación de ilustraciones y/o lectura grupal (del cuento ilustrado: Los hijos de los astros) de leyendas recónditas de tiempos olvidados; para desbordar la imaginación en dibujo, pintura, maquillaje, periódico e improvisación dramática, de acuerdo con las condiciones y el tiempo disponibles.
Está dirigido a un grupo de veinte (20) niños y niñas entre siete (7) y trece (13) años –idealmente-, durante sesiones de una (1), dos (2) ó tres (3) horas -con proyección a días, semanas o meses-, procurándose un ambiente acogedor, organizado en focos de atención ambientados con pinturas sobre varias superficies (hojas de papel, lienzos, maderas, máscaras y figuras de papel maché), inspiradas en temas legendarios, paisajísticos y del retrato.
2. El libro: Los hijos de los astros
Es una obra opuscular que consta de un cuento ilustrado a color y una breve exposición sobre el contexto que abarca el universo mitológico observado desde una investigación documental y de campo en torno al texto mas representativo del pensamiento antiguo de América: "Popol Vuh"-considerado por estudiosos como uno de los más importantes en la historia del mundo-, para llevar la imaginación de públicos heterogéneos (padres para leer y observar las imágenes con sus niños pequeños, profesores y estudiantes en general) por el discurrir de escenas muy características. No está de menos decir, que ha sido avalado por autoridades del Instituto Montufar de la Un. Nacional, de los ministerios de Educación y Cultura con frases como: "… libro que trabaja para niñas, niños y adultos sensibles, uno de los temas mas importantes y profundos de la humanidad: El origen…", "…fortalece la visión de pluriculturalidad del país…", "Libro de carácter cultural" "…incita al lector a desarrollar su propia creatividad…, tiene una excelente presentación donde se entrelazan diferentes dibujos alusivos al contenido en los párrafos…, se convierte en buen documento para alumnos y maestros…". La experiencia directa ha demostrado el gusto y disfrute del momento literario en comunidades de valles, costas y montañas.
3. Conferencia: Cosmos-Humus-Éxodos
Expone los argumentos resultantes de una investigación documental y de campo sobre mitos antiguos y modernos, ilustrada con exposiciones fotográficas (diapositivas) proyectadas al ritmo de las palabras e interés de los participantes mayores de siete años, en un recorrido por magnitudes cósmicas, del universo biológico, vestigios arqueológicos, un poco de lingüística e historia del arte, de los grupos étnicos y otras materias correlacionadas; compartiendo de manera coloquial -durante dos horas en promedio- interrogantes que saltan a la vista.
Agradecemos su atención con miras a desarrollar esta propuesta con niño(a)s y jóvenes –preferiblemente-.
Las leyendas con sus figuras fantásticas revelan insondables verdades acerca del origen común de todo lo existente e invitan a reflexionar sobre nuestro único e irremplazable sustento de vida en cada elemento y reino de la naturaleza, en este planeta exuberante e increíblemente veloz que orbita el Sol a miles de kilómetros por hora entre Venus y Marte.
Volver al principio de "Propuestas" Volver al principio del artículo Volver al principìo
En el Norte de Suramérica
Jaime Restrepo Ch.
palabraimagen@yahoo
Prefacio
Tal vez, pueda decirse literalmente, que los cuentos y el ensayo presentados en esta edición, son el producto de la carga emocional que por estos años vivimos los habitantes de estas latitudes, y que tan sólo por esa razón, sentimientos encontrados impulsaron el ánimo a buscar las causas de cuanto acontece en este ambiente de exuberante geografía. Entonces, puede ser que, como un desfogue, se forjaron paulatinamente cada uno de estos trabajos:
Doradito, es un cuento basado en la realidad vívida en nuestro ambiente citadino tropical del antiguo Antioquia.
Don Alfonso, nace de los talleres estético-éticos proyectados en varias comunidades, al enfocarse el punto temático de la tradición oral en el Pacífico colombiano.
La maldición del Jaibaná, es una leyenda que permaneció oculta hasta estos últimos años en una de las ciudades coloniales más antiguas (Cartago - Valle), cuyo nombre evoca a Virgilio, la reina Dido y la fundación de Roma, en esta cálida región vallecaucana. Leyenda que la investigación acostumbrada de nuestro taller estético-ético logró sacar a la luz en el año 2002.
Heredad es un cuento largo basado en la tenencia de la tierra en este país llamado Del Sagrado Corazón de Jesús, a partir de los descendientes de El Alférez Real -obra literaria sobre la colonia en el Valle del Cauca- en su extensa posesión territorial y de la familia terrateniente de una región colindante que protagoniza este drama; desarrollándose los sucesos entre la lúdica de unos niños traviesos y algunos de sus mayores, allá por los años sesenta y setenta del siglo veinte.
La ejemplaridad de Don Quijote y temas relacionados, es un ensayo que obligó a defender la verdad entre la controversia suscitada con dirigentes de una revista pedagógica del sindicato de profesores en la región caldense, sobre éste personaje caballeresco cuyo inspirador fue Gonzalo Jiménez de Quesada, por el afán de aclarar un poco la perspectiva de nuestra historia desfigurada entre metáforas de acostumbramientos literarios generalizados. Revista en la que amablemente han acogido la producción de muchos.
El Autor
Bogotá, Colombia, febrero 6 de 2008
Volver al principio del prefacio Volver al principio del artículo Volver al principio
Doradito
Maravilloso pajarito, que al contemplar su hermosura, parece como si un baño con polvo de oro le cubriera el plumaje verde-tornasolado. Pequeñito como un meñique y de voz tan menuda y suave, capaz de asombrar con sus trinares hasta el oído más fino. Su presencia venida así de pronto por los aires, se torna increíble con el color arcilla rojiza que lleva puesto a modo de boina, cual piloto-nave de colores que arriba a la ventana trasera de un tercer piso, entre otros edificios aún más altos, en un apartamento semioscuro como la mayoría, donde encuentra frutas para deleitarse a sus anchas.
Muy distinta su suntuosa figura, al amigo que le acompaña hace algunos meses: un grandulón –de no más quince centímetros- de plumaje pardo, pico agudo, ojos redondos vivaces y zancas tan largas que apenas permiten a su diminuta estatura llegarle a la mitad de sus pasos saltones, presurosos y asustadizos que aterrizan a las carreras, sin dejar de mirar los alrededores con suma alerta, girando su cabecita afilada, para atragantarse con el apetecido manjar al alcance de su poderosa visión de ave, picotazo tras picotazo, hasta chorrearle los pedazos hechos papilla dulce de guayaba, plátano o banano maduro.
Aprovechando la generosidad de los inquilinos de ese tercer piso que admiran la vida a través de su increíble presencia de trompetistas y tañedores de pícolos dulces, que por instantes iluminan esa ventana sin vista a ninguna parte, más que a otras edificaciones similares, aparte de un barranco olvidado, donde anidan los gorriones-pinches que algunas veces logran criar su prole entre los arbustos, cuando los deja el buen tiempo en que no llega el machetero a cortarles, con el único fin de despejar el mezquino lote de engorde, a nombre de la seguridad de los vecinos en ese rincón de la ciudad.
Así se vuelve de particular la ventana donde llegan estos seres de vuelo y canto, cada uno en su momento, como haciendo fila para el turno correspondiente, de a uno y en grupos de tres o cuatro y hasta cinco; primero unos, luego otros; unos días estos y otros aquellos. Cuando esperan los azulejos, entonan su canto triunfal alternadamente -pudiendo admirarse su porte de elegantes artistas que siempre terminan con una venia ante su público-, pegados con sus paticas de la malla o de la mata que adorna la ventana, o de los novios rosados y blancos que hay en el pequeño patio estéril del primer piso, donde logran resguardar el tono azul de su plumaje perfecto, para no ser vistos desde las alturas por algún rapaz hambriento.
También como ellos, de su misma estatura y gracia, llegan los que parecen haberse mimetizado con el verde de los árboles o las esmeraldas, y su existencia breve con la espuma del mar o las flores efímeras, y, detrás de éstos, es posible que también lleguen los verdes flautistas o los grises dulzainas de antifaz negro y pecho amarillo, las mirlas, los colibríes de pico hasta la cintura, e inclusive, hay días que de improviso aparece un ágil y sigiloso gavilán que logra apresar a alguno de un solo zarpazo, dejando el ámbito lleno de estupor, porque, sosteniéndose por los aires en la misma posición, alza de nuevo el vuelo, casi en el mismo instante de llenarse el buche, con la aparente indiferencia de quien se aleja después de cumplir con un oficio repetitivo, o luego de atender los llamados del cuerpo con sus apetitos inaplazables, perdiéndose rápidamente en la distancia.
Mas, cuando en el marco de la ventana sólo se encuentra el doradito con el grandulón, con su diminuto y delicado pico entre los visos refulgentes de su plumaje, parece decir:
- Este es mi amigo, seis u ocho veces mi estatura, que me pone de escudo pese a lo grandulón que es, porque tiene miedo de llegar solo a comer, ya que en cierta ocasión armó un problema que casi le cuesta la vida.
Aquel día -de acuerdo con lo narrado por los vecinos que vieron cuanto ocurría-, el grandulón tuvo que ser echado, nada menos que por agalludo, cuando iba a dejar sin nada a todos los demás, al llevarse a un techo vecino todas las frutas. Ganándose tamaño susto aquella vez que vio pasar muy cerca de él, en pleno vuelo, una cáscara de banano, de su mismo tamaño y más ruda que su naturaleza frágil, lanzada como represalia por sus inclinaciones monopolistas, para embutirse a sus anchas -como cualquier animal- y regresar indiferente a su volar por parajes, donde talvez nunca vayan la imaginación ni los pasos de nadie, dado el acostumbramiento a caminos, carreteras y rutas aéreas trazadas con calculada precisión.
Septiembre 6 de 2006 palabraimagen@yahoo
Volver al principio de Doradito Volver al principio del artículo Volver al principio
La maldición del Jaibaná
Un hombre indio muy sabio que curaba los enfermos y aconsejaba a los aburridos, a los tristes y los locos, era el Jaibaná. Para lograr tan buenas obras, se valía de unas danzas muy extrañas alrededor de una hoguera, de plantas especiales desconocidas y de unos objetos igual de raros. Pero, al llegar los españoles a estas tierras, todo comenzó a cambiar en la vida de esta gente de selva y territorio del tigre mariposa, venados, micos y cuanto animal pudiera imaginarse entre el río Cauca y sus afluentes, el gran valle y el nevado Cumanday.
Los conquistadores no entendieron el comportamiento del Jaibaná, resolviendo decirle un día, que no estaba bien su forma de hacer las cosas, y encerrándole en una celda oscura, le condenaron a morir quemado en una hoguera, tras acusarle de ser un brujo muy malo, aunque su gente no le consideraba tal. Pero, por cosas del destino, se benefició con la fortuna de concedérsele el último deseo de todos los condenados a muerte. Entonces, agradeciendo su suerte, pidió que se le permitiera hablar por unos instantes con su único hijo, y astutamente le propuso el siguiente plan:
- Debes conseguir doce docenas de huevos de aves, y depositar de a dos en cada hueco de los doce que abrirás alrededor del pueblo. Luego, dejarás los restantes en otros doce hoyos que harás alrededor del árbol sagrado.
El muchacho, salió inmediatamente de la prisión, con el afán de llevar a cabo el plan que libraría del tormento a su padre, en el menor tiempo posible, antes del amanecer.
Al haberse cumplido al pie de la letra el propósito del sabio, a la mañana siguiente, cuando salía la aurora con sus arreboles, tiñendo las pequeñas nubosidades blancas de aquellos días veraniegos, de un momento a otro, se llenó el cielo azul de oscuridades que enfriaban el aire, destellaban con relámpagos y retumbaban con truenos escalofriantes, desatándose un aguacero torrencial, al tiempo que de cada hueco con huevos comenzó a brotar agua, inundándose el valle en toda su extensión. Entonces, la gente se puso a pedir clemencia al Todopoderoso, antes que los tejados de barro y la torre de la iglesia desaparecieran, creyendo que se trataba de un castigo por la injusticia que estaban cometiendo con el Jaibaná, dejándole en libertad. Él, rápidamente se puso a salvo de la catástrofe, regresando donde los suyos a seguir impartiendo su magia y saberes.
Volver al principio de La maldición del Jaibaná Volver al principio del artículo Volver al principio
Don Alfonso
Él es fuerte, alto y robusto como un árbol, su semblante cálido y su sonrisa le dan un aire de adolescente tierno, porque la blancura de sus dientes evoca la frescura de la juventud, pero al compaginar con la claridad de su pelo encanecido, delata esa edad que corrientemente se toma como de la melancolía, al resaltar sobre su piel oscura como el ébano o mipingo, éste árbol africano cuya finura determina la calidad de instrumentos musicales para orquestas sobresalientes, haciéndose muy codiciado por esas industrias, que con su explotación le han puesto al borde de la extinción, propiciando con ello el avance de la desertización en el continente de los ancestros de su raza africana, porque la cualidad natural de este vegetal es la resistencia al fuego, haciéndole protagonista en el equilibrio de esos ecosistemas, al llegar la temporada del verano con la devastación causada por los incendios forestales.
Ni siquiera su voz profundamente grave, parece insinuar la proximidad de ese final que a todos algún día nos sorprenderá, porque las palabras afloran con soltura de sus labios carnosos y añaden a su rostro el gesto de satisfacción desacostumbrado entre nuestra gente, al tiempo que sus brazos musculosos y manos grandes se abren en una expresión de amor, que compagina con su porte altivo y su estatura de palmera, frente al océano que unas décadas atrás le llevó sobre la cresta de sus olas, en el pequeno velero construido con sus propias manos de pescador enamorado que confiaba en la buenaventura de cada día, bajo soles abrasadores o entre tormentas que, algunas veces, casi hacen zozobrar su inquebrantable empeño. Yendo al ritmo del oleaje por parajes recónditos de espumas, vapores y atmósfera salobre, o al paso del canalete entre manglares del pie de cordillera andina que desde sus cúspides paramunas, precipita como por encanto, los ríos de inmensos caudales que arrastran en sus lechos cantidades insospechadas de oro entre las arenas fangosas; yendo y viniendo él, entre la humedad de mar y selva, en una de las regiónes más lluviosas de la Tierra.
Él, ahí sentado en su enorme butaca de troncos y tablas, da la impresión de encontrarse cómodamente en un mullido sofá; dejando notar el característico semblante de nobleza que se insufla en el espíritu por la contemplación de la hermosura, al henchirse con la admiración por lo magnificiente que encierra el misterio de todas las existencias en la tierra, el agua y los aires; desbordándose por eso su sinceridad al narrar las aventuras de navegante o las historias sobre el origen de sus gentes, llevándole a adoptar un tono enfático en la voz y una expresión intensa en sus ojos negros y profundos, cuando afirma que llegaron a esta región, huyendo de la mala vida.
- Ahí nacieron mis padres y abuelos, y también nací yo.
Dice con orgullo, al tiempo que señala una casita cercana, en la que puede apreciarse el paso del tiempo en los troncos y tablas con que fue levantada, antes de los bosques frondosos caer como objeto de codicia para madereros y otros industriales que hoy construyen aserríos por doquier, pues esta materia prima es muy noble y sirve para fabricar muebles, papel y decorados en edificaciones, presentándose una elevada demanda por parte de ciudades y países llamados "ricos"; pudiendo observarse además el continuo desfile de cargas enormes que bajan de las montañas a la velocidad de las anchurosas corrientes turbulentas que desembocan en el Atlántico y el Pacífico.
Ahí sentado, con su expresión apacible, parece no darse por aludido con los forasteros y extranjeros, blancos, paisas o latinos, que casi siempre andan por los alrededores en busca de tierras y playas para apropiarse, lo más fácilmente que se pueda, amparados en el miserable precepto de moda: del que dé papaya. Aunque, no ignora que, desde la remota historia de la esclavitud, el abuso de la buena fe de otros ha sido el meollo de la cruel explotación, camuflada por sus ejecutores con apariencias de amabilidad y simpatía que ocultan su verdadero carácter individualista y cruel, cuyo único horizonte es el de desbordar sus arcas de poderío, y actualmente, los bolsillos y las cuentas bancarias de dólares, porque, el espíritu se encuentra lejos de la hermosura propia de lo viviente y envanecido con razones fundadas en el orgullo de moda: ser "ganador", sobre todas las cosas, de billetes y de la manera más fácil. Demostrándose ésto con los barcos pesqueros de gran calado que barren las especies del lecho marino con enormes redes mecánicas y dejan las cocinas de vecinos y amigos sin frutos del mar, relegándoles al servicio del turismo de clases medias urbanas durante las temporadas vacacionales.
Este hombre lleno de sabiduría de mar y selva, tampoco puede intentar algo contra los desechos que, sin consideración, se tiran en las playas y los montes, y menos, oponerse a las bisuterías traídas de Oriente y Occidente con su falacia de bienestar o calidad de vida, similar a la ofrecida por la comida chatarra, con las consecuencias que sólo pueden verse a largo plazo, cuando la desnutrición ataque el cuerpo o la contaminación de aguas y tierras extermine especies de fauna y flora, mostrándose indiferentes sus causantes a la desgracia que ocasionan, porque cínicamente puede echarse todo al olvido, tal como ocurre en nuestras ciudades desordenadas, sin espacios para animales que no sean mascotas o para vegetación que no sea ornamental.
Él, con su porte de poeta, frente al vaivén de las aguas y a la sombra de árboles y cocotales, luce alegre con la vida contemplativa que lleva, por el sencillo hecho de encontrarse todavía sobre la tierra, pese a que sus huesos, a veces le flaqueen al dar el paso, y ya no cuente con alientos para templar la vela en el mástil de la querida embarcación que tanto le dio en su lucha cotidiana; conservando intacto el orgullo de ser uno de los primeros en haber nacido por estos lares, pese a que hoy, se pasean tantos otros a su antojo por trochas, caminos y carreteras que se han abierto, y hasta se ha construido una base militar con aeropuerto para combatir el narcotráfico y la subversión -de acuerdo con informes noticiosos-, provista de centinelas que van y vienen el día y la noche tras altas mallas de acero, semejante a una gran fortaleza, dado el contraste que presenta con el pequeno caserío donde se alojan los turistas menos adinerados del país.
El conjunto habitacional palafítico consiste en una serie de casitas enfiladas una tras otra, siguiendo la curvatura de la playa, comunicadas entre sí por medio de tablas extendidas sobre andamios de troncos robustos empotrados en la arena oscura, que les sostienen sobre el agua cuando llega la pleamar o puja; observándose a los lugareños ir y venir por los largos corredores de madera, como si flotaran, ya que la playa desaparece hasta el pie de monte y sólo las partes superiores de algunos arbustos, árboles y palmeras se asoman en la superficie que les mece suavemente, a la orilla de su inmensidad. De la misma manera, cuando sube la marea, desaparecen las rocas que unas horas antes sobresalían en el horizonte y eran el deleite de algunos bañistas que desde su cima se clavaban en la profundidad líquida; silenciándose con el rumor del suave oleaje, el canto de las aves y el soplar del viento. Entre tanto, a lo lejos, pueden observarse cual diminutos juguetes de niños, buques enormes que anclan en la gran bahía del puerto, que en las noches reflejan sus luces sobre la oscura, inmensa y ondulante obsidiana líquida.
Las historias de este hombre tienen tal importancia y poder, que hacen rebosar de alegría e ímpetus de juventud cada poro de su cuerpo. A lo mejor, porque lleva sus recuerdos hasta los días en que sus abuelos construyeron los primeros refugios de libertad, donde no pudieran encontrarles los perros feroces de sus amos, entre los vericuetos de bosques milenarios que hasta hace sólo unos años se llenaban con coros de aves, monos y rugidos de jaguares; permitiéndoles sobrevivir entre su exuberancia y compartirla con quienes iban llegando al paso de los años, décadas y generaciones, hasta hace poco tiempo, antes de ubicarse junto a la costa los barcos pesqueros de gran calado que sólo les dejan la esperanza del mar adentro. Allá, donde se pierden de vista las playas y los tiburones parecen acechar, y los pescadores se ven obligados a aprender el valor de las aves buceadoras que acostumbraron sus alas a nadar y su cuerpo de plumas a empaparse de la salobre humedad. Sin embargo, la mayoría de los hijos y nietos de aquellos libertarios llamados cimarrones, se han quedado a merced de las propinas que los turistas dan a su antojo con aire de superioridad, a cambio de cargarles los equipajes y de otros servicios, porque hasta los hospedajes en sus hogares se han vuelto un mal negocio, debido a la competencia impuesta por los hoteles que vienen construyéndose.
Pescar en alta mar es peligroso, no sólo por los tiburones y el batir del inmenso oleaje que no permiten bajar la alerta, sino porque, entre la inmensidad del agua y el cielo destellante, aparecen de un momento a otro los trasatlánticos, como ciudadelas flotantes a toda velocidad, conducidos por pilotos automáticos, llevándose por delante cuanto se encuentre en su ruta, o haciendo voltear y hundir las pequeñas embarcaciones con el agua que desplazan al seguir de largo. Realidades éstas que han aumentado la precariedad económica de esta gente de bien, y hace la situación propicia para que muchos jóvenes se involucren en los negocios de la droga que demanda el mercado internacional, y a otros muchachos, impulsa a meterse como polizones en las cargas de los barcos que zarpan con materias primas, alimentos y artesanías hacia el Norte voraz, en busca de una mejor suerte, con la esperanza puesta en el progreso y la superación de la marginalidad en que se les tiene sumidos a lo largo de la historia en estos lados del mundo, arriesgándose a ser lanzados por la borda como alimento para los monstruos marinos en caso de ser descubiertos; convencidos de que yéndose muy lejos de estas y de otras condiciones horrendas, lograrán algún día su felicidad y la de su gente.
(Juan Chaco Buenaventura 1991 – 2002)
Volver al principio de Don Alfonso Volver al principio del artículo Volver al principio
Heredad
En la casa de una tradicional finca ganadera, cuya extensión se acercaba al medio millar de hectáreas, jugaban varios niños en su algarabía característica, con mucha familiaridad entre sí por tratarse de primos, ya que este parentesco tenía para ellos un hondo significado, al ser inculcado por sus mayores con sentimiento de superioridad respecto a los demás, ya fueran vecinos, amigos o compañeros en la institución privada o pública donde se desempeñaran de alguna manera, así entre tíos y abuelos existieran diferencias y contradicciones profundas. Se sentían orgullosos de tener ascendencia europea de alto linaje y por eso acostumbraban poner los apellidos como tema de conversación, con el fin de descubrir el grado de alcurnia de los demás; creyéndose asimismo poseedores del atributo de la belleza física que la naturaleza no concede a todos por igual, del mismo modo que la inteligencia; jactándose del principio de sólo importarse a sí mismos y de saber llevar a los demás con la ayuda de Dios.
Eran hermanitos de a dos y tres, hijos de las hermanas y un hermano de la dueña de esas tierras y de una hija suya que viajaba mucho entre Norteamérica y Europa, dejándolos a su libre albedrío con la mayor de sus retoños que sólo estaba por los doce años y era de admirar su tierna hermosura, tomada de la familia vascuence, judía y otras posibilidades de mezcla racial y cultural traídas a este continente americano por las migraciones mediterráneas que le consideraron su Tierra Prometida, en lo que tocaba a su madre; y, en lo que heredaba de su padre, inmigrante del siglo veinte, tomó del catalán ojos rasgados, pelo lacio y oscuro que a ella le iba muy bien sobre hombros y espalda, dados los ancestros árabes y posiblemente mongoles de estos pueblos, aunque los otros tres hermanitos de tan bella niña parecían visigodos o celtas por su pelo rubio y ojos azules.
Este señor había tenido que huir de la persecución franquista y se encontraba trabajando como docente en una de las más afamadas universidades jesuitas del país, quien, a parte de las circunstancias afanosas de su vida, poco se entendía con su esposa, voluntariosa niña de clase alta que para nada compaginaba con la formación y expectativas de un revolucionario fugitivo de la dictadura en su país, así adorara a esa jovencita desde que la conoció a los dieciséis y le demostrara sus capacidades intelectuales y estéticas por medio de bellos manuales de didáctica musical para sus alumnos y público en general, porque esa muchacha, aparte de ser mimada, en el norte, había aprendido el comportamiento de las adolescentes de los años sesenta, con el gusto por fármacos como el valium, por el alcohol y la marihuana; sumándole una revoltura de ideas jipis (hippies), cristianas y, su tan arraigado egoísmo del dinero que le llevaba a disfrutar lo que ella llamaba liberación femenina, sin percatarse de que sólo era el producto de una holgura familiar, respaldada en la venta de leche y vacas que llenaba sus cuentas bancarias.
Una típica familia de origen paisa, descendiente de esclavistas y otras formas de dominación que prevalecieron hasta mucho después de fundada la república; de señoras acostumbradas a conseguir muchachas para el servicio doméstico en Supía, Riosucio, Mistrató, Popayán o Pasto, porque, según afirmaban, las ñapangas eran obedientes y dispuestas a servir en todo momento, desde siglos pretéritos de conquistas y colonizaciones; sumándole a la lista de empleados, la procedencia de chóferes para sus automóviles, guardaespaldas, mayordomos y otros, que podían ser del sur de Bogotá o de barrios semimarginales de Medellín o Pereira, o cualquier lugar rural o urbano donde hubiera gente dispuesta a trabajar, bien recomendada por amistades, que presentara serios problemas de subsistencia, sin importar para nada si su raza era india, blanca, negra o mestiza corriente, cual la mayoría de la población.
La circunstancia de intimidad de las mujeres para el servicio doméstico, hacía que las señoras, de acuerdo con su criterio, las prefirieran feitas, tratando de evitarse problemas pasionales con sus maridos e hijos, puesto que debían vivir el día y la noche en la parte de atrás de sus casas, limpiando, preparando alimentos o poniendo orden en todos los objetos; permitiéndoseles salir sólo los domingos o cuando las llevaban a cualquier lugar en que requirieran de sus servicios, o a veces, a visitar sus propios familiares para ayudarles con los sueldos precarios que devengaban, más algún revueltico que se les diera de las fincas, talvez, para que notaran en ellos algún rasgo de generosidad o simplemente, por el espíritu caritativo de dar lo que sobra o lo que no sirve por viejo, acabado o feo. Pero eso sí, requerían estar siempre dispuestas a cumplir las sagradas órdenes de los señores y sus hijos, para lograr conservar sus ingresos mensuales.
Presentando estas condiciones de trabajo una considerable similitud con el esclavismo, salvo el no acostumbrarse grilletes ni latigazos, inquisidores ni reyes déspotas, pues la vida cotidiana de estas mujeres era entre el aseo desde muy jóvenes por fuerza de su pobreza extrema; obligándoles a soportar estas circunstancias nada gratas, de acuerdo con las razones que daba una de ellas, al afirmar que gracias a Dios había tenido al menos a doña fulana y a don perencejo, porque de lo contrario, no sabría qué hubiera sido de ella. Sin percatarse siquiera de sus circunstancias, por los vejámenes de los más jóvenes a veces, cuando se sentían sus dueños, al hacerlas víctimas de burlas por las facciones de su rostro, que a su parecer eran poco delicadas y agradables; llamándoles fueras en alta voz y lanzando risotadas desconsideradas, con una grosería tal que daba horror, cuantas veces se les antojara en el día o la semana, por la mañana o en la noche, de distintas maneras y con diferentes sobrenombres. Porque además, bien sabían ellos que sus papás no se enterarían jamás de lo que estaba sucediendo durante sus ausencias, ya que ellas callaban resignadamente, ante la amenaza del hambre, por temor a perder su empleo de responsabilidades mayúsculas con sus hijos. Desconociendo estas mujeres –como les llamaban sus patronas- que lograrían defenderse de estos atropellos si comentaran su problema, pero –lo más seguro- sería que se alarmarían los señores, por ser muy difícil conseguir a alguien honrado y barato para hacer los menesteres del hogar. Pero ellas, estaban aturdidas con tantas presiones e ignorancias.
Los niños no alcanzaban a comprender por qué estas mujeres en casi todas las casas sufrían en su absoluta subordinación a condiciones sin autonomía más que para acomodar objetos o cuidar la alimentación de la familia a cargo; habiendo llegado algunos señores a excederse de distintas maneras, por causa de los prejuicios que les permitían con su venia, aprovechar la oportunidad de sentirse superiores en sus predios con ultrajes y abusos. Tal como el nombrado caso de un nene, fuerte y ya mayor, una noche de tantas que llegó borracho con sus amigos, apostando al que primero se le metiera en la pequeña camita que corrientemente se tenía para la llamada manteca; pasando inmediatamente a despreciarla, como si se tratara de un desliz que ella hubiera cometido; esa misma culpa que sentían él y sus amigos después de abusar de su inocencia venida de una apartada región cercana a la selva, donde existe mayor confianza entre los parroquianos. Quedándose sin entender esta pandilla de muchachitos qué era lo que impulsaba a cometer semejante iniquidad en esos estados de irracionalidad y torpeza del licor; sospechando apenas que la exigencia familiar había sido demasiado alta para su condición de ser varones, por pretender estar de acuerdo con la tradición de negaciones e hipocresías, y mantener en silencio la opinión general.
Esta pandilla juvenil no estaba en capacidad de comprender actitudes de esta naturaleza por parte de quienes más creían conocer de cerca, porque nunca se les había inculcado sentimientos tan innobles entre padres ni parientes; a no ser que, semejantes comportamientos fueran el resultado de una cimentación lenta desde la cuna, cuando sentían presencialmente la forma como sus madres, más que ninguno en la casa, se dirigían a estas personas contratadas para servirles por un salario, muchas veces paupérrimo, porque consideraban que comían y gastaban mucho mercado; entretejiéndose a su alrededor un drama con dobleces pasmosos de elocuente cinismo y mezquindad. Pero, estas señoras sabían aparecer alegres y simpáticas ante los chiquillos, hasta que las sorprendían en algo que no les gustaba, como la vez que escucharon decir a la mamá del osado nene borracho con los amigos que perpetraron tamaño acto, cuando daba como única objeción para defenderlo, que cuanto había sucedido con esa muchacha de la cocina y su hijo, había sido porque se trataba de un hombre, porque como decía el dicho: el hombre propone y la mujer dispone. Ufanándose además de estar muy bien casada y de no tener hijos fuera del matrimonio, ni reparo alguno en aceptar sus apellidos en segundo lugar, después del de, de su esposo.
Los muy traviesos niños ignoraban que entre los adultos se tejen entramados complicadísimos, donde se ponen de manifiesto complejos y otros embarazos personales que se forjan lentamente en el alma a medida que crece cada quien y cada cual, acordes con las condiciones de vida en que se halla nacido, determinadas no sólo por el cariño y el respeto existentes, sino, por factores de infraestructura en las ciudades, siendo ejemplo por excelencia la famosa pieza para la muchacha, que brinda la posibilidad a sus dueños de hacerse empleadores, listos para captar mano de obra barata, que, en casos de tanta miseria entre la población, se acostumbra tomar por generación de empleo. Por lo general, contratándose madres desesperadas o jovencitas llenas de candor e inocencia que en la soledad y el frío de esa pequeña alcoba, hecha a la medida de los diseños habitacionales para su ubicación en el hogar, que muchas veces, con el paso del tiempo, terminaban por aceptar cualquier compañía; entregando sus sentimientos repletos de sueños juveniles a riesgo de ser sorprendidas por alguien y avergonzadas ante todos, o expulsadas de la casa con indiferencia, a su suerte, fuera de ese pequeño territorio donde habían entregado días y noches por la platica que tanta falta les hacía para lograr subsistir; apenas dándose cuenta de la forma como se iba su tiempo en ese estar continuo entre utensilios de aseo y alimentos, hora tras hora y semana tras semana; llegando las más afortunadas a obtener prestaciones sociales durante meses e incluso años, o para toda la vida, como el mayor galardón.
Al abrigo de esta crianza, el ego de cada uno permanecía tan henchido que podía estallar a la menor provocación, pues ante todas las cosas, el orgullo inculcado era lo más importante a salvaguardar en todo momento, aprendiendo que si alguien se alteraba había que calmarlo, así fuera en igual tono, porque estaban siendo educados para controlar a otros, sacándole provecho a su tiempo con el objeto de acumular ganancias, cuantas más mejor, apoyados en adagios que, a fuer de tanto repetir en cada rincón de ciudades y campos, modelaron paulatinamente su carácter:
- ¡El tiempo es oro! O, ¡El que mucho madrugó una bolsa de oro se encontró!
Aunque hubo quien refutara con suma inteligencia:
- Pero, más madrugó él que la botó.
Poniéndose de manifiesto que no sólo en la familia particular de cada uno se cultivaba esta personalidad, sino que, por tradición, se apoyaban en las instituciones académicas que se les matriculaba casi desde que abrían los ojos por vez primera, donde se formaba a estos muchachos con tanto esmero, que ya a su edad, de vez en cuando convertían en tremendos bochinches insignificancias, que no trascendían a mayores, gracias al ambiente pleno de placer, contemplación y satisfacción de sentirse vivos; prevaleciendo por ello la alegría durante las largas vacaciones que pasaban juntos, raras veces en compañía de sus mayores, excepto a las horas de comida, y eso, si no se encontraban muy alejados de la casa. Por eso al llegar febrero, invadía el ámbito una marcada tristeza por las obligaciones escolares, al igual que en julio, así se encontraran de nuevo en la Navidad o en la Semana Mayor que muy jocosamente llamaban Parranda Santa, o cuantas veces más pudieran viajar para reunirse unos días, ya que en avión todo queda muy cerca.
Durante esas temporadas el entusiasmo de la pandilla era mayúsculo, dado el espíritu gozón que caracteriza esa edad y la amplitud del espacio campestre para disfrutar, sin tiempo para monotonía alguna ante la variedad de lugares en donde ubicarse a jugar cada día, entre la exuberancia de las estribaciones de la Cordillera Central y el gran valle de uno de los ríos más importantes en la historia nacional, con algunos de sus afluentes; cortando el horizonte a lo lejos la otra cordillera chocoana, todavía selvática y oscura durante las noches, pese a estas épocas de civilizaciones con robótica naciente y los desequilibrios ecológicos, entre la fertilidad de antiguos territorios de los inmortalizados caciques Calarcá y Tuluá, o de sabrán sus dioses, qué otros jaibanaes o curacas, desaparecidos hace tan sólo dos o tres siglos, comparado su tiempo de ausencia con la larga existencia humana; ya legendarios sus nombres y perdida para siempre su sapiencia, como si hubieran dejado de vivir hace milenios o hubiesen sido aniquilados por bárbaros tan cruentos como los que más, puesto que sólo figuraban en los textos escolares bajo el titulo de: Primitivos Pobladores.
Se regocijaban estos muchachos en la extensa planicie rodeada por cerros y declives del terreno que empiezan a conformar la cordillera, hasta elevarse y perderse en la distancia en las altas cúspides de su inmensidad; discurriendo en grupo durante horas y días entre la pletoricidad de sol, aire y tierra con sus verdores y semovientes; haciendo cada uno lo posible por no enredarse en malentendidos con otros, para lograr el disfrute de la vida simplemente, como les recalcaban sus mayores, en ese ambiente que parecía sin igual con su clima cálido, a esa edad de sueños y fantasía desbordada por los descubrimientos que encontraban a cada paso, entre los rincones del relieve. Por esto, partían del refrán: en la variedad está el placer, e iban unas veces a las quebradas y otras al río, a las casitas de los agregados y el mayordomo o, a una enorme maloca desconocida en su género que quedaba al otro lado de una colina, al cruzar el primer arrollo del camino, fascinante por lo revestida de misterio, al no podérsele definir más que como: una choza de indios, construida desde sabría Dios cuánto tiempo atrás, apenas buena para jugar a ser estos personajes de leyenda, disfrazándose cada uno al estilo de los que sentían tan vívidamente en el cine, revistas de aventuras y del oeste norteamericano.
La seguridad brindada por hombres armados que iban y venían montando caballos a lo largo y ancho de los cercos el día y la noche en su oficio de vigilantes, permitía al grupo juvenil estar con la misma tranquilidad en cualquier potrero o en los cerros más altos para divisar los extensos pastizales, cañaduzales y algodonales fumigados por pequeñas avionetas que deleitaban muchísimo su alma aventurera, cuando los pilotos demostraban su maestría en el vuelo, haciendo cabriolas por los aires, talvez, porque les encantaba su asombro infantil al observarles desde sus aeronaves, mirándoles hacia arriba, a la vez que agitándoles sus manos alzadas sobre las cabezas, dando saltos y gritando de júbilo; disfrutando en mutuo regocijo con la expresión de esa primera edad; de pelo castaño unos, otros rojizo o rubio y algunos oscuro; habiendo llegado en sus acrobacias, al extremo de atravesar de lado a lado los cables conductores de la energía eléctrica de alta tensión, extendidos entre elevadas torres de acero que van a lo largo y ancho del paisaje; quedándose atónitos los pandilleros, tapándose con las manos los ojos o la boca ante la intrepidez que demostraban, algo ni siquiera igualable a las revistas presentadas en circos por acróbatas especializados, con la profunda sensación de suspenso que motiva el riesgo y la fatalidad, en ese extraordinario e improvisado escenario de tan alto voltaje.
Para su deleite estaba también el pueblo cercano, con la mayoría de la población descendiente de esclavos traídos de África durante la colonia española, pertenecientes a la familia de los ya legendarios alféreces reales, para quienes todavía trabajaban, por tratarse de herederos de las fértiles extensiones de ingenios azucareros, industrias dulceras, lecheras y de otros órdenes alimentarios, donde también podía entrar la pandilla de niños cuando sus mayores lo permitían, obteniendo autorizaciones de tan poderosos vecinos, aunque pocas veces, porque los muy pilluelos no acataban sugerencias respecto a su comportamiento, así se las recalcaran una serie de veces, pues en cada ocasión que podían, hacían de las suyas, al tener al alcance de su mano enormes barras de chocolate, porque sólo pensaban en saborear durante mucho rato; o las galletas que podían alzar con ambas manos y llevarlas como sombrillas; llenándose los bolsillos y la ropa interior de otras menudencias si se les hubiera permitido, por la pura alegría de sentir suyo el mundo, pues tanto sabor a pedir de boca se les hacía irresistible.
En las calles del pueblito podían verse techos tejidos con hojas de palma, cuya frescura era perfecta para la buena salud de los parroquianos que, para estos inquietos jovencitos eran sencillamente de paja, igual a la de cualquier choza; sintiéndose el grupo tan a gusto en cada esquina, como en las heladerías para tomar la refrescante leche malteada, un rico raspado o el vino para tortas, que, por lo barato, se prestaba para beber varias botellas hasta quedar borrachines con su dulce hostigante, ese que encanta a los niños pequeños; haciéndoles ir a parar en bailaderos del lugar, por iniciativa de los más grandecitos, por las puras ganas de compartir un rato con la gente de piel oscura, un tanto mojigata y recatada en el vestir a la usanza de centurias de costumbres inquisitoriales, desde cuando en la región se esperaba a un virrey que nunca llegó y a diario sonaba el látigo, junto al tintineo metálico de grilletes, cadenas, rejas de ergástulas, y crepitaban hogueras en plazas públicas de los pequeños caseríos y las haciendas para calentar las marcas de hierro hasta dejarlas al rojo vivo, listas para ser puestas sobre cuerpos de hombres jóvenes que se estremecían de dolor y lanzaban gritos desgarradores; atándolos por manadas como un ganado más, quemando sus pieles con una señal que les declaraba propiedad de un señor y su familia particular.
Entonces, estos jovencitos departían desprejuiciada y alegremente con la gente del lugar, animados por aires de Brasil y el Caribe puestos de moda que se escuchaban en altoparlantes de cualquier sitio público a volúmenes muy altos; aprendiendo además los aires vallenatos tenidos como lo último en guarachas o música decembrina. Borrándose en esos momentos de aventura, escenas pretéritas de atropellos constantes, a lo mejor en las mismas casitas, en el mismo estado de sus materiales, de techos tejidos con hojas de palma o tejados de barro y zinc; sintiéndose tan contentos estos muchachos en ese ambiente tan distinto a su cultura europeizada, que podían comprender un poco gracias a tener en común la lengua castellana; tomándose con buen humor hasta el apodo de "los viringos del manzanillo" que les habían puesto, debido a la ropa ligera que usaban por los intensos calores de este valle andino, y también, porque en la finca crecía este vegetal por cantidades; y también por saberse ganadores de su estimación con esta forma tosca de expresar su simpatía, desde la primera vez que entablaron esas relaciones de rumba desaprobadas por sus mayores.
En el pueblo quedaban también graneros y tiendas para hacer la remesa de cada semana, en la que no podía faltar una considerable cantidad de licor, ese compañero que llevaban los muchachos mayores a todas partes en donde se pudiera conocer algo, y donde los más pequeños o chinches, como solían llamarles con cariño, estuvieran a salvo de peligros, como los espaciosos potreros del ganado caballar sin amaestrar que en estampida huía de su presencia a todo galope, escapando de su proximidad al sentirles llegar; permitiéndoles contemplar tan sólo su gracia y majestad al avanzar con sus crines largas dadas al viento; poniéndoles distancias de por medio en instantes a su máxima velocidad, marcando el ritmo de su paso, el retumbar de sus cascos contra el suelo que llegaba más allá de las altas alambradas erizadas de púas, en el amplio espacio para su libertad de carrera.
Hasta que de repente, sus ojos infantiles se cansaban de contemplar y comenzaban a sentirse invadidos por esa sensación de embriaguez que da el sol al aire libre y la hermosura viviente alrededor, o, a algunos se les subía a la cabeza el ron mezclado con bebidas dulces para la sed; disponiéndose de a uno, de a dos o de a tres, a dejar el espacio de las formas elegantes y fuertes de yeguas, potros y caballos enteros rebosantes de salud y brillo en su pelaje, no sin antes dar prolongados bostezos contorsionándose; yéndose despacito y entre risas hacia otra parte, a continuar viendo el espectáculo de encantadoras maravillas naturales, tal cual los peces del río, las lagartijas entre los matorrales y las aves en los árboles y el cielo.
A pasar vacaciones, llegaban unos de la capital del país, otros de ciudades más pequeñas de la región coronada por nevados y volcanes, del antiguo Antioquia y algunos de Norteamérica y Europa; posibilitándoseles en sus conversaciones una considerable cantidad de temas para intercambiar, entre los que estaba presente el cine para adultos, que podían ver, pagándole a los porteros de unas salas, quienes se dejaban sobornar por las entradas de cada uno, pudiendo verse obras sobre temas tan mitificados como el ser masculino en la famosa película: Teorema, de Passolini; u otras de la talla de Candy, Sabriski Point o If, igual de admirables por revolucionar la pantalla grande con sus profundos reparos en las pedagogías y valores tradicionales, causantes de la profunda crisis existente en la naturaleza y el hombre carente de libertad. Refiriéndose también con la misma desenvoltura al idioma español que les parecía más bien hablado en América que en esa España conformada por cuatro territorialidades con sus respectivas lenguas. O, podían escucharse comentarios como:
- Yo, en Miami, fui a un concierto de los bitles (Beatles) y me quedé aterrada con esas gringas tan histéricas que se tiran al suelo, se jalan el pelo y dan gritos patéticos apenas los ven salir al escenario... Nooo... Yo creo que si uno viera al mismo Dios, no haría tanto drama.
Largos y continuos diálogos llenos de candor y asombro, incluían personajes de la familia mucho mayores que ellos, como la prima que vivía en una ciudad norteamericana sede de los más importantes bancos del mundo, desde cuando se casó con un bailarín de clubes privados llamado El rey del tango, quien desde entonces se había entregado al yoga; enseñándoles ejercicios y posiciones corporales de meditación. También, acerca de aquel otro que no soportó los climas tropicales, impidiéndole su estado de salud regresar, pese a que anhelaba la compañía de esos primos alegres que tan buena impresión le habían dejado sobre el país de origen de sus padres, de familias cafeteras, ganaderas y del oro, que por codicia y por seguridad, no querían volver a su país; extrañando mucho a los pandilleros de ese espacio natural pletórico de sitios diferentes para pasar el tiempo, compartiendo risas, pese a que se dieran altercados por culpa de quienes se dejaban presionar por sus padres, para que les contaran cuanto hacían gran parte del día y de la noche solos y alejados de la casa y sus mayores.
Las quebradas secas por causa de la tala de árboles durante siglos, les parecían a estos niños encantadoras, porque el lecho de sus antiguos cauces semejan caminos misteriosos de rocas con yerbas crecidas por doquier entre la arena, con sus meandros serpenteantes bajo el nivel del suelo, cruzando las extensiones de los sembradíos de producción a gran escala para las procesadoras de alimentos, penetrando su huella de agua fluyente del pasado, en los terrenos transformados por tractores y arados; haciendo desaparecer ya, hasta sus márgenes sombreadas por arbustos que se resisten a morir calcinados bajo el sol de treinta y cinco grados; asemejándose más a unas extrañas vías, construidas por la largueza de unas manos colosales. Pero lo más divertido para los muchachos en este clima seguía siendo el caudaloso río cercano de aguas cristalinas, para nadar a sus anchas en charcos admirables, sombreados por árboles frondosos que reflejan en su espejo de movimientos ligeros las gruesas ramas, buenas para subir a clavarse desde su altura en la líquida delicia refrescante.
El almuerzo con gallina al aire libre lo preparaban en paseos lejanos, armándose un fogón de leña con tres piedras más o menos grandes, prendiendo el fuego con trozos de ramas secas esparcidas por el suelo alrededor de los árboles, desgajadas por efectos del viento o las tempestades; colocando a hervir la olla con el sancocho, el sudado o el bistec, cocinados a su manera; siendo corregido éste último nombre de la comida con la fonética de la voz francesa original, por parte del más europeizado de todos, quien se encontraba al tanto de ese idioma; siendo sólo hasta ese instante que se enteraron de lo que se trataba esa palabra doméstica y familiar, escuchada y pronunciada desde que se conocían en esta vida, posiblemente heredada de la estrecha relación con ese país vecino de Castilla, y posteriormente aliado del Libertador y sus valientes camaradas que, a la postre, han jurado libertades, y desde entonces han ocurrido tantos acontecimientos sobre este suelo con el devenir generacional; gestando asimismo nuevos vocablos con la modificación de las costumbres.
El sombrío de los árboles junto a una fuente de agua, ha sido siempre un lugar ideal para cualquier ser vivo y a estos muchachitos les parecía tan grato ese estar, que no importaban las distancias a recorrer con los implementos necesarios a cuestas para hacer un almuerzo, para poderse pasar allí todo el día, y en el trayecto se turnaban las cargas; haciéndose bromas, contándose chistes; cantando o declarándose las pasiones más dulces con el candor y la inocencia de su edad, más la tácita promesa de guardarse los secretos unos a otros, al tiempo que los mayorcitos bebían licores fuertes a pico de botella y a grandes sorbos, hasta hartarse; aprovechándose de su ebriedad uno que otro mocoso que quiso probar -la misma onda- sin que lo notaran los demás, ya que las niñeras eran sólo un tris mayores e igual de fiesteras, sin capacidad para resistirse a las invitaciones que se les hacía en tono de tanta confianza, llegando incluso a noviarse con algún adolescente de los que siempre acompañaban al grupo; aprovechando ellas sin titubeos estas libertades inadmisibles para sus patrones que les miraban con ojos de empleadores, tan sólo para cuidar a sus hijos.
Los mayorcitos de la pandilla ejercían un influjo considerable sobre los más pequeños, tanto así que actuaban como sus jefes, y ellos a la vez respondían como sus seguidores incondicionales. Aunque, eso sí, permitiéndosele a cada uno opinar en cada momento, pero realmente eran ellos los que tomaban las decisiones importantes, eran considerados los sabios, los todopoderosos transmitiéndoles el bagaje de moda, permeabilizados como estaban por las ideas del soñar bellamente con el rock, la electrónica y los viajes psicodélicos al ingerir sustancias que desde la Antigüedad fueron usadas por médicos, brujos y magos, que el mercantilismo con el paso de las Edades ha convertido en vicios consumistas desenfrenados; buscando efectos similares a los acostumbrados con las bebidas alcohólicas que se usan para levantar el ánimo y desatar la euforia colectiva durante celebraciones de acontecimientos significativos ancestrales de la patria y los santos, hasta cada participante caer en excesos inconscientes al perderse el sentido de sí, semejante a cómo se hacía en las legendarias festividades en honor a la Tierra en sus ciclos estacionales de colores y oscuridades gélidas.
Por eso, de acuerdo con las circunstancias, cada uno espontáneamente y en el momento menos pensado, hacía de improviso su propio debut. Así, en cierta ocasión uno de ellos, a sus doce abriles, luego de haberse comido más de dieciocho hongos psilócibicos, desbordó su fantasía; fascinándose con el cielo verde esmeralda que veía, las nubes rosadas y el pasto color oro, aparte de sentirse un ser encantado que hablaba con los animales y saltaba cual antílope sagrado al subir y bajar la colina más próxima a la casa, a pleno sol porque no le sentía, hasta caer completamente agotado al cabo de las horas; alcanzando a causar consternación entre sus mayores, que lo manifestaban mientras él dormía profundamente su cansancio con el derroche de tanta energía, y algunos estuvieron revisándole el pulso y la respiración, y se les escuchó decir con preocupación cosas que ellos a su edad no comprendían bien, que sólo les sonaban a palabras incoherentes que denotaban fascinación al ver la hermosa expresión alegre e inocente del niño, similar a la de esos angelitos juguetones que desde la Antigüedad han significado belleza y amor.
Ignoraban estos niños que generalmente en su país el consumo de embriagantes era normal, casi natural, porque han gozado de libre oferta y demanda, al ser acogidos con agrado por parte de la mayoría de la población urbana y rural, viéndose común y corriente el acto de consumirlos en cualquier reunión festiva o fúnebre, acompañados además por el hábito de fumar cigarrillos por cajetillas. De esta manera se ajustaban estas costumbres a la forma de vida generalizada, con mayores veras si se tuviera alguna relación con Norteamérica y Europa, siendo asimismo normal la ingestión de barbitúricos, formulados por médicos o no, y por eso tan comunes en ese norte donde residían la mayor parte del tiempo, consumidas en mayor cantidad por parte de las mujeres, quienes al tomar una píldora tras otra, decían:
- Una para evitar la familia y otra para los nervios.
Tomándoselas con un vaso de leche casi de un sorbo; contribuyendo su estado anímico en la consolidación del ambiente pleno de contemplación, reposo y juego.
Cada día era para sorprender con vestimentas estrafalarias, resultantes de la combinación de prendas entre ambos sexos, poniéndose los hombres chanclas y pañoletas, cuando estaba prohibido dejarse crecer el pelo y en los colegios sólo se admitía a quien estuviera motilado de acuerdo con los estilos masivos que se conocían por los nombres de recluta y Humberto, puesto que se tenían ciertas ideas llenas de prejuicio acerca de la hombría, como el poema titulado El duelo del mayoral, del que debía haber en cada casa un ejemplar de la grabación dramatizada, que en uno de sus versos dice: "... los hombres machos pelean, no hablan." Cuando se desdeñaba tanto la feminidad, que un insulto usual era el de mujercita o señorita, e incluso se sostenía que el pelo largo sólo debían llevarlo ellas, porque "...son de ideas cortas y cabello largo". Burlándose así la pandilla de los convencionalismos al ponerse gafas de colores con estilos nunca vistos antes, camisas amarradas al pecho mostrando el ombligo, sombreros y cachuchas de colores contrastantes, pantalones cubiertos con marquillas de ropa, algunos completamente travestidos con labios pintados de rojo y lunar oscuro junto a la boca; flores de colores subidos en las mejillas y otros adornos chocantes en ese estereotipado entorno, de semanas santas con procesiones de dolor, muerte y sacrificio.
Iban por donde querían, pasando de largo y sin afanes, cantando a coro bellos poemas aprendidos de la musicalización hecha por cantantes de moda, tenidos en alta estima con sus voces llenas de sentimiento al entonar versos como: "Todo pasa y todo queda, / pero lo nuestro es pasar. / Pasar haciendo caminos sobre la mar...", o "Boca que arrastra mi boca./ Boca que me has arrastrado / desde el primer cementerio / hasta los últimos astros...", u otros en inglés que decían: "Yo hago el amor…", junto a tantas otras creaciones y adaptaciones de grupos nacionales que interpretaban temas de rocanroleros ingleses y norteamericanos, con temas alusivos a la libertad y la paz, o así cantaran en idiomas desconocidos, también las hacían sonar, porque les encantaba seguir el ritmo y bregar a entonar a todo pulmón medio mascullando, con una dicción incorrecta y una comprensión precaria, casi sin sentido, incluyendo las del tan sentido mexicano Santana, y, ni que decir los del escandaloso festival de Woodstock, que a algunos de los niños más pequeños les parecía ese álbum musical, simplemente una gritería, de cuyas canciones algunos cogían algo en el aire y a los vuelos.
Cautivados por el profundo sentimiento del momento, impuesto a través de los medios de comunicación que atrapan fácilmente a las masas, sobre todo a la juventud sugestionable por condición, lucía cada uno adornos en el cuello, el pecho y la espalda, formas simbólicas de la paz y el amor que de acuerdo con la clase social de cada grupo, eran de oro o de plata e incluso de cobre y otras aleaciones baratas; sin faltar los tejidos en chaquiras, cuero y otra cantidad de materiales, en medallones y estampados de camisas, pantalones vaqueros, chalecos y de otras formas. Sin poder faltar entre la confusión del consumismo propiciado, paralelamente, también les sentaba bien llevar encima de los calzones o la chaqueta al Che Guevara, a Fidel Castro, Simón Bolívar y otras figuras representativas de la libertad en Latinoamérica, que, por el contrario, interpretan estas modas como expresiones producto de la holgura, el despilfarro y la indiferencia de clases medias altas al servicio de la ideología imperial, e invitan a librar una guerra independentista de los pueblos arruinados por el capital financiero internacional que se apropia -permisivamente por parte de la administración pública- hasta de los servicios públicos de ciudades y países, contribuyendo sólo con el oscurantismo de la ignorancia de pueblos enteros, que viven desnutridos en cuerpo y espíritu y pueden ser dominados con mayor facilidad, al estar sumidos en la desorganización y la corrupción institucional, destruyéndose entre sí unos a otros, subdivididos, fragmentados, por el consumismo internacional acorde con intereses contrapuestos a la autodeterminación de las gentes y a la conservación de la naturaleza en cada latitud, sustentados por quienes asumen el poder mediático de la transmisión cultural a cambio de un estatus económico, desde cuando se les elevaron los ingresos mensuales.
Durante las horas de quietud, cuando el sol parecía calcinarlo todo, muchos se dormían a la sombra de los árboles o leían revistas Life en español y otras ediciones norteamericanas, algunas europeas sobre política y ciencia, sin faltar en la miscelánea Enfoque de Rusia y Bohemia de Cuba, despreciadas por su falta de calidad en la impresión de sólo tonalidades sepia en textos e ilustraciones sobre papel periódico, y más que por ninguna otra razón, porque su procedencia se encontraba en entredicho al tratarse de países proscritos por los Estados Unidos, y, junto a ese concepto internacional tenían también en la mira a una prima mayor que había conocido personalmente a Fidel Castro y al Che Guevara, y admiraba muchísimo la medicina que se ejercía en la isla, yendo allí cada vez que necesitaba una atención de este tipo, afirmando que era la mejor del mundo, dada su organización social y política que contaba con un suelo fértil y un mar prolífico, que se atrevió a desafiar el imperio más poderoso de la Historia, distando tan solo, unos cuantos kilómetros al alcance de sus mísiles.
Tampoco faltaba en la colección de revistas, esas de diseños exclusivos para la vanidad de las mujeres dispuestas a ser decorativas buenas esposas de sus maridos, de contenidos a la altura de la cocina internacional, modas, maquillajes del rostro, chismes de farándula y el famoso glamour que en su línea no puede faltar, más unas ediciones que circulaban gratuitamente en Latinoamérica con excelente fotografía y artículos breves sobre actualidad, enfocados desde la visión doctrinaria del cristianismo norteamericano; sumando los arrumes de libros en francés que habían heredado de un primo mayor que, prácticamente, había perecido en la vía pública, no se sabe si en manos de mercenarios de ultraderecha por asuntos políticos, ya que sostenía relaciones con Cuba, o de delincuentes comunes que dispararon sus ametralladoras para sacar del medio a los guardaespaldas, al intentar secuestrarlo, por ser hijo del terrateniente más poderoso de la ciudad, que se escandalizó con el bronce de Bolívar desnudo montando a caballo, que fue ubicado un día cualquiera en el parque principal por el más reconocido escultor paisa; en donde a nadie le extrañó que la investigación sobre el crimen no arrojara algo claro, al menos para informar a que clase social pertenecían los perpetradores de tan lamentable hecho, que impunemente lograron escapar sin dejar huella.
Estos muchachos apenas si se daban cuenta, de la forma como hacían estremecer de ira a quienes les observaban, aunque algo intuían a su edad temprana que no les permitía hacerse una idea real de lo que se ocultaba tras la fachada en la familia, en los clubes y entre las amistades que iban y venían, ya que entre los adultos, parecían todos tener doble cara por pura costumbre, dado que, lo único serio sólo podía ser el dinero, y estos chicuelos no alcanzaban a ver aún el ser de cada quien y cada cual, en sus familias particularmente cerradas en sí mismas, muy características en la tradición judeocristiana, determinadas la mayoría por circunstancias que, generalmente, eran sólo para lograr la pura subsistencia. Pero ellos, se encontraban convencidos entre sus fantasías infantiles de conocerlos a todos, apenas habiéndoles visto en tres o cuatro ocasiones, en su intima expresión de licor y fiesta; poniéndose de manifiesto su inocencia en esta postura con gestos de rebeldía condicionada por la frivolidad del consumo, que no pasaba de ser más que un juego, que bien podía disfrutarse o desecharse. Sin embargo, estas vivencias grupales eran para ellos sentidas y sinceras, logrando vivencias imposibles de olvidar por estar llenas de cariños del uno por el otro, esos sentimiento que dejan profundas huellas en el alma y generan cambios de actitudes, notadas éstas por sus mayores que no les perdían de vista durante sus desplazamientos a uno u otro rincón del paisaje ganadero e industrial.
A su edad, les parecía verdad cuanto decían sus imaginaciones acerca de los demás, creyendo que eran tal como se mostraban en esos estados de juerga, puesto que les habían enseñado que el carnaval se hizo desde siempre para expresarse con mayor soltura y habían oído decir, además, de quien no tomaba trago, que era alguien en quien poco se podía confiar, porque no era por otra razón, más que por la del puro temor a desdoblarse, de sacar a la luz cuanto tenía oculto, completamente opuesto a lo que aparentaba en la vida corriente. Pero, en el fondo de todas las cosas, eso les importaba poco, porque el mundo de los adultos les era ajeno, casi indiferente, incluyendo la música de tangos y aires del folclor que detestaban, burlándose de sus letras cada vez que podían, llamándole música de la desgracia, aunque en su despertar a la vida se encontraron con una actualidad al borde de la destrucción nuclear, en que el espíritu de la época propendía por abordar temas que castigaran la frivolidad acostumbrada; enfocando la conciencia universal, la naturaleza, el armamentismo y los viajes espaciales, lo mismo que las composiciones musicales al ritmo de la electrónica.
Tratando pues de sentirse a tono con los temas de moda, trataban de asumir una actitud acorde con comportamientos desafiantes desde el primer momento en que dejaban la cama cada día, siendo asimismo su principal diversión que traslucía mimos y comodidades de vidas muy particulares, sobre todo cuando veían las miradas de reproche lanzadas por sus mayores, que por una u otra razón pasaran cerca a ellos, lo mismo que el cura del pueblo y la multitud que desfilaba en las procesiones de Semana Santa, a las que muchos lugareños iban descalzos con la intención de expiar sus faltas, por el temor a castigos divinos en el más allá, con la esperanza de poder purgar sus pecados, avanzando algunos arrodillados al paso de quienes cargan en andas las imágenes sangrantes del dolor perpetuo, con el propósito de no tener contratiempos y llegar derechito al cielo después de la muerte y convertirse definitivamente en seres angelicales sin dolores ni deseos, como Buda, Zaratustra, Mahoma, Quetzalcóatl o Jesús, habitando la eternidad entre las míticas estrellas.
Su espíritu de rebeldía se reafirmaba con obras literarias y pictóricas a la medida de Providencia del nadaísmo, aunque había quienes decían que ese movimiento ya daba los últimos estertores, pese a que un primo de esta pandilla de muchachos había hecho sus atentados contra el Establecimiento, en la ciudad que pretendía eternizar la Edad Media con la catedral más elevada del país, con su torre penetrando el cielo, queriendo reafirmar dogmas y fanatismos que dominaron durante milenios. Ese primo que compartía con integrantes de esta corriente poético-musical las rupturas que hacían contra las tradiciones, apoyándoles con discotecas que promovían la psicodelia de moda del norte y otros actos que llevaron familias notables a escándalos mayúsculos; llegando a oídos de estos niños algunos cuentitos sobre actitudes obscenas cometidas por los jóvenes que integraban ese movimiento ideológico, llevados a cabo con una seguridad, tan pasmosa, que causaba asombro a la gente de mentalidad rentista estrictamente y de melindres artificiosos para cubrir dolorosas indiferencias, las mismas que les hicieron lanzarse con sus retos a la verdad, al observar con patetismo su entorno; rindiéndole dignas manifestaciones con sus cantos y máquinas de escribir, sus desplantes y desprecios a los valores del Vellocino de oro que lentamente hacen agonizar la Tierra con su desconsiderada e indolente explotación, al tenerse tan sólo como medio productivo y de acumulación de riquezas.
Los niños de esta pandilla campestre escuchaban con atención las anécdotas contadas por los más grandes, acerca de ese familiar que, en compañía de otros jóvenes, se expresaba contra los símbolos que regentaban la vida cotidiana de su gente, en el epicentro humano frente a nevados y volcanes, que un día hizo estallar su ánimo; vistiéndose como acostumbraban, con ruanas largas que cubren manos y pies, sólo accesibles a quienes podían obtenerlas en Perú o Bolivia que eran unos de los tantos puntos de interés para sus viajes de placer. Así, motivados por eso, cierto día sorprendieron mucho a quienes bailaban y se divertían en el club más alcurnioso de terratenientes, industriales y de otras ramas del poder económico, financiero y administrativo, cuando de un momento a otro irrumpieron entre las risas y el bullicio de los presentes, e intrépidamente, sin titubeo alguno, se bajaron los pantalones delante de todos y dejaron en pocos segundos en la pista de baile, su defecación con el hedor característicamente humano, que se hizo repugnante en ese ambiente de lociones, fragancias y efluvios etílicos.
De igual forma y con el mismo sentido, cierta vez irrumpieron en el altar de esa importante edificación clerical, con su torre que parece vigilar el mundo alrededor, y, sacando del cáliz las hostias a manotazos, las tiraron contra el piso a la vez que gritaban a cuatro vientos: -¡Esto es pura mierda! Soltando carcajadas un tanto nerviosas ante la perplejidad que mostraron los fieles que parecían no creer cuanto estaba sucediendo y por el desmayo que sufrieron unas ancianitas rezanderas que todos los días asistían a la misa, cubriéndose del frío con pañolones negros tejidos en lana, quienes seguramente no resistieron el impacto contra sus máximos valores, viendo a estos jóvenes como a unos poseídos por el diablo.
Los niños escuchaban con atención el problema en que se había metido ese primo con el clero de la región, teniendo que haber sido razones de grueso calibre, para que la mamá suya hubiera decidido irse, de un momento a otro, de esas calles empinadas, ya que su hijo querido había sido acusado de sacrilegio y estigmatizado ante la opinión pública por medio del Concordato Estado-Iglesia; renunciando ella a su posición social retirada de ese pueblo de cumplidos y celebraciones itinerantes del mercado que, como dice el dicho, come mocos debajo de la ruana; instalándose con su familia en el anonimato de las multitudes prácticas de la capital del país, donde casi toda la población económicamente activa ocupa gran parte del tiempo transportándose. Y, según cuentan las malas lenguas, lo que más simpatizaba de esa pequeña ciudad, era por ser conocida como la de las tres efes, por fea, falduda y fría, y por ser la sede de un arzobispado recalcitrante que incluso logró que este primo tan radical con sus ideas y conocimientos del mundo se fingiera poseído por el demonio, dándole un viraje total a la realidad del hecho consumado en el altar mayor frente a los feligreses, motivado por poderosos sentimientos ideológicos contra símbolos tradicionales considerados obsoletos; convirtiéndoles a él y a sus amigos ante la opinión pública en unos endemoniados iconoclastas, de aquellos que destruyeron imágenes medievales.
Se sorprendieron mucho los muy inquietos muchachos de la pandilla por la manera como se había logrado convencer a la audiencia con ese simulacro que dio al traste con la realidad del hecho consumado, al afirmarse que había sido cometido sin conciencia alguna, al encontrarse estos jóvenes poseídos por el ser de las tinieblas. Actuación que el oficiante hizo con derroche de aptitudes histriónicas, según se supo, quedando tranquila la opinión de los creyentes y quizás de toda la ciudadanía. Además, el muchacho -supuestamente desendemoniado- respondió muy bien a la espectacularidad, aunque nadie supo por qué aceptó proceder de esa manera ambivalente pocos minutos después de haberse tomado una dosis de ácido lisérgico que le llevó a excesos de risa, apenas acordes con el papel que representaba; quedando su imagen de víctima satánica a las mil maravillas. Ignorando los fervorosos fieles que él reía de ver como se alargaba y retorcía la cara del sacerdote, anchándose por instantes con el humo expelido por un incensario que colgaba de delgadas cadenas de cobre, sostenido y balanceado por sus manos que salían del atuendo de encajes y sedas usado para ese momento especial.
Anécdotas aleccionadoras como estas divertían a la pandilla de niños que casi por todo reían, con el mismo encanto que les provocaba el pueblito cercano a la finca, habitado por cortadores de caña y demás trabajadores de la industria agropecuaria y alimentaria, entre pailas, moldes y dulces para exportar; quienes, entre las esporádicas copas que compartían con los muchachos mayores, les enseñaban a bailar el vallenato al igual que el bugaloo, el son, la salsa y otros ritmos, consiguiendo sus grabaciones en casas disqueras de una pequeña ciudad cercana, que también les parecía muy bella por los puentes sobre el río que la atraviesa; haciéndoles sonar en cada rumba iniciada por los primeros que se reunieran en torno a una botella de aguardiente blanco o amarillo, de ron, vodka o whisky norteamericano, aunque tampoco faltaba la ginebra con gotas amargas o la cerveza que se llevaba por costalados a lomo de bestias de carga o caballos castrados que se destinaban para hacer los trabajos más rudos, ocasionalmente por parte de los muchachos más grandes, por el puro capricho de darse una palomita, como solían llamarle al hecho de cabalgar un rato, ya que no lo hacían con frecuencia, porque se les inculcaba una consideración apropiada hacia animales nobles y delicados como estos de montar, movilizarse y pasear, que debían tratarse como a amigos muy queridos.
Aprovechándose entonces estos momentos de estricta necesidad, en este caso para no suspender la pachanga, y por las puras ganas de tener una experiencia distinta al montar animales de carga que eran torpes al andar; saliendo a todo galope del establo, animándolos con voces altas y ligeros golpes con las piernas sobre sus costados; poniéndoles suma atención a sus movimientos, porque daban corcoveos inesperados que parecían con la intención de tumbarles, requiriendo la pericia de buenos jinetes para no caer al rebotar contra las sillas, dándose dolorosas nalgadas y la sensación de perder la respiración, teniendo que apuntalarse con fuerza en los estribos para no salir de golpe por los aires; sacándoles la velocidad que más pudieran por los potreros y las polvorientas carreteras trazadas en línea recta, a la sombra de árboles del pan, guácimos y ceibas. Mas, al regreso, debían poner cuidado a las botellas de cerveza que reventaban una tras otra por lo excesivamente batidas, disparándose los chorros a través del tejido de los costales, asustando los caballos y corriendo el riesgo de dañar con su humedad los cartones de cigarrillos que no les podían faltar, pues incluso algunos de los más pipiolos, al escondido de los demás, ya aprendían a aspirar el humo y a arrojarlo por boca y nariz, además los empaques servían para hacer adornos, dada la variedad de diseños y colores que ofrece el mercado nacional e internacional, al igual que los sellos de licores y perfumes.
Los mayorcitos llegaban a tomar la farra como la actividad más importante de todas y les gustaba a cualquier hora del día, aunque era preferible la noche para presentar cada uno sus aptitudes con bailes antillanos aprendidos a la gente del pueblo, de la misma manera que aires del folclor andino y de buena parte de los países occidentales que, desde muy pequeños, aprendían a apreciar con las primeras clases de canto recibidas en los colegios. Pero más que ninguna otra música preferían el rock, para sacudir la cabeza cuanto más se pudiera hacia los lados, al frente y atrás, agitando el pelo sin consideración, con la mayor fuerza posible, cual al que más; ocurriéndosele a dos de ellos que eran crespos, con el propósito de entrar en el mismo efecto al seguir el ritmo, untarse en la cabeza una crema alisadora que expendían en la farmacia del pueblo, que a la gente de allí rizada hasta el extremo, le daba buen resultado, llevándose un desencanto tremendo al ver su cabello transformado con un color rojizo y textura similar a la pelusa de las mazorcas de maíz; teniendo que motilarse a ras para evitar bromas pesadas, ya que a ninguno le gustaban; dándose cuenta del mismo modo, que no era necesario mover el pelo para disfrutar la música y el bailoteo.
Estas fiestas continuas eran estimuladas por dichos corrientes como: comamos y bebamos que mañana moriremos, y casi siempre terminaban en caminatas al pueblo en busca de más bebida y escapaditas de a dos entre los más grandes, con el mismo ánimo en plenilunio bajo el cielo pletórico de estrellas que entre las sombras nocturnas de la temporada lluviosa y el suelo fangoso que impide diferenciar caminos de pastizales; yendo alegremente y sin prisa, paso tras paso, entre los reductos de bosques cuyas sombras semejan gigantes fantasmales al acecho, haciéndoles desbordar su imaginación, hasta el extremo de llegar a ver esos portentos de fuerza descomunal tomando la noche por cómplice, para avanzar sin ser vistos y dar el zarpazo definitivo, cual ogros o personajes de cuentos de hadas que solían leer con suma atención, o que sus papás les contaban cuando estaban muy chiquitos; volando su fantasía al extremo de asustarse y dar gritos de espanto al sorprenderles cualquier contacto de una rama o matorral, o con el sonido de la vegetación mecida por el viento, o por el ruidito de alguna lagartija al huir de su proximidad u otro animalito cualquiera; seguidos de inmediato por risotadas que demostraban alivio y pleno gusto en su entendimiento grupal.
La situación que más se presentaba en horas de la noche, era la de los niños pequeños observando las fiestas que armaban los adolescentes con las niñeras, que terminaban aburriéndose y quedándose dormidos al ritmo de la música que sonaba a un volumen tan alto que competía con sus voces, a la vez que sus risas sueltas y resonantes llenaban el ámbito, armándose mayor alboroto cuando acompañaban el consumo de licor con carne de res o cerdo picadas, o al aire libre prendiendo fogatas grandes para asar perniles a la llanera o cortando la carne en grandes lonjas, extendiéndola sobre mallas que hacían las veces de parrillas, hasta cuando el sopor de la ebriedad les iba venciendo de a uno, de a dos, o de a tres; quedándose algunos completamente inconscientes en cualquier parte, incluso extendidos sobre el pasto al calor de las brasas cubiertas por cenizas blanquecinas; despertándoles el frío del rocío al amanecer, el cantar de las aves y el lametazo en la boca de algún perro al saludarles, o el llamado de atención de los más pequeños que madrugaban a jugar, extrañándose muchísimo al verles así a la intemperie, tirados en el suelo como animales.
También entre ellos estaban los que apostaban a la resistencia de beber sin tregua día tras día y noche tras noche, al que más aguantara, dándole qué sentir a cualquiera que se les acercara, pues le tomaban como objeto de entretenimiento, para no dejarse vencer por el sueño y la ebriedad, porque la competencia exigía hacer lo posible para no dormirse o de lo contrario se caería derrotado; entrando algunos en unos estados de inconsciencia tales, que se les llegó a encontrar en posiciones lamentables, con medio cuerpo sobre una mesa y la cabeza rodeada por botellas y vasos, sin responder a ningún llamado de atención por enérgico que fuera, sin dar un solo parpadeo, completamente fundidos, como decían; teniendo que ser cargados por otros hasta alguna cama y acomodados con cuidado, ya que no extrañaban ninguna posición por anormal que pareciera, como bultos de papas. Mientras los más pequeños, aterrados, miraban a sus amigos mayores en ese estado tan raro, como muertos; dándoles a su tierna edad reacciones de tristeza y llanto a unos y a otros de repudio, huyendo a toda carrera de su proximidad, pudiendo observarse en algunas niñas el zangoloteo que daban a las muñecas que casi siempre llevaban en los brazos.
Algunas veces visitó la finca gente indeseable para la tiíta-abuelita, que, por supuesto, también lo era para los muchachos, como el caso de su hija mayor, a quien le tenía una gran desconfianza, porque años atrás se había valido de métodos no muy limpios para obligarla a firmar documentos que transferían propiedades a su nombre, con el único objeto de convertirlas en dólares y acrecentar su fortuna en el norte del sueño americano, y seguir desde allá en su empeño de detestar con vehemencia a su familia racista junto a sus tradiciones que consideraba de hombres machistas y malucos; sumándole a sus sinsabores el idioma, porque al encontrarse vivenciando sólo la lengua imperial del denominado primer mundo para comunicarse, su acento había adquirido un dejo gutural que la diferenciaba de los demás familiares, y también, porque al viajar solamente por países de esas latitudes, se relacionaba únicamente con gente de esa idiosincrasia, adquiriendo con el paso del tiempo otros arraigos que determinaban su carácter; demostrándolo con la pistola fiel que cargaba permanentemente en la cintura o colocaba siempre a su fácil alcance.
Los muchachos notaban que la mayoría de sus familiares le guardaba rencor a esa prima, pero les parecía raro que la admiraran por la cantidad de dinero que tenía y por poseer una de las casas más bellas de la ciudad norteamericana en donde residía desde hacía tantos años, temiéndole en secreto no sólo por su forma de ser y su estatura de más de un metro con ochenta, sino por los detalles que contaba su señora madre en las borracheras que se pegaba casi a diario, con pérdida de la conciencia de sí con las sobredosis de aguardiente de altos grados que se tomaba, haciéndola describir sin reserva alguna cuanto le aquejaba de los abusos cometidos por esa hija contra su persona, aprovechándose de la soledad en que había quedado recién muerto su esposo y sus hijos varones; llorando inconsolablemente por su crueldad al infringirle malos tratos para robarle sus bienes; dejándole a ella con su hija menor en condiciones infrahumanas, para personas como ellas, acostumbradas a comodidades y atenciones permanentes; nombrando a esa hija como una de las peores desgracias signadas por el destino.
Esa hija mayor era el prototipo del gringo consumista y derrochador que ingería barbitúricos como el valium con whisky y miraba desdeñosamente los alrededores con gesto de superioridad, echándole ojo a cuanto despertara su codicia, dándole órdenes con voz imperativa a la gente del servicio doméstico y a los trabajadores en general, para que la atendieran de alguna manera, ya cogiéndole y ensillándole un caballo, ya para que le prepararan alguna comida especial, porque su apetito voraz parecía insaciable e increíblemente capaz de comerse una libra de carne en un almuerzo, demostrando otra característica de la realidad primer mundista de la voracidad del consumismo establecido. Siempre buscando una ocasión para apropiarse de algo, puesto que, de haber sido posible, del mismo modo que la primera vez, se habría anticipado a la herencia que iría a dejarle ella como su madre, al morir, aunque esta fortuna proviniera del hermano que más la había odiado por su forma de ser, a quien nunca visitó mientras agonizó seis meses en una clínica; después de tantos años de distanciamiento; aprovechándose de su delicadeza. Se trataba pues, de un Querubín ñáu, como solían llamar sus tíos a las personas que consideraban despreciables como ella, que hacían culto al Vellocino oro y por otro lado rezaban en nombre de la paz y la vida eterna.
La querida tiíta-abuelita a su edad, inspiraba en los jovencitos compañeros de vacaciones un intenso sentimiento de protección, máxime cuando se apuraba los últimos traguitos y estallaba su euforia con temas musicales predilectos que no dejaban parar el baile, con ojos apagados y tambaleándose a cada giro que daba, habiendo siempre alguien dispuesto a ayudarla a conservar el equilibrio. Por eso, cuando llegaban visitas indeseables como su hija mayor, trataban de fastidiarlas al máximo, haciéndoles observar la manera como cuidaban y atendían a esta señora, como sus más fieles asistentes y solidarios amigos; yéndose al poco tiempo por esta animosidad, tal como le tocó a esa hija suya, cuyo rostro parecía no haber sonreído nunca, al no resistir los gestos de desprecio y las miradas de indiferencia que les lanzaban estos muchachos, aunque fueran arrogantes como esa prima mayor. Puesto que, no desconocían que se hallaban en desventaja, al saber que no podían hacer nada contra menores de edad; prefiriendo evitar que se armara la de Troya; volviéndose con sus maletas por donde habían llegado, acompañados únicamente por trabajadores hasta la entrada, sólo para que les abrieran los pesados portales hechos de troncos que separaban un potrero de otro y poder manejar con mayor comodidad.
La condesa Cucú, como le decían en la pandilla a la querida señora, casi todas las mañanas se encontraba aliviándose del malestar producido por alguna reunión bohemia la noche anterior, recostada de lado en la cama, con la cabeza sobre una almohada, ventilándose el rostro con un abanico, entrecerrando los ojos para sentir la frescura del aire, al tiempo que con la otra mano cogía una botella de alcohol que permanecía en el nochero, acercando su embocadura a la nariz e inhalando con avidez su aroma, pues consideraba que estos efluvios le ayudaban a disipar las malas sensaciones; sustrayéndose aún más de la realidad con radionovelas nacionales e internacionales que se transmitían por emisoras en cadena de episodios basados en hechos reales y fantásticos. Mientras el sol abrasador secaba el terreno y hacía sudar a los trabajadores que permanecían en el ordeño o marcando terneros ya crecidos, amansando potros cerreros, o vacunando contra enfermedades que atacan a los animales; atendiendo un parto complicado o despejando los potreros de toda hierba inapropiada para el ganado, a la vez que matando las serpientes que se encontraran por ahí, ante el riesgo de resultar mordida alguna res, inclinados sobre la tierra desde que el sol comenzaba a clarear al oriente.
La bohemia de esta aristocrática señora de facciones finas y expresión dulce alcanzó a durar muchos años, hasta cuando su hígado no aguantó más sus excesivos traguitos, como le llamaba cariñosamente al consumo de bebidas alcohólicas; haciéndole renunciar de un momento a otro, a esa sensación de ebriedad que embotaba sus sentidos y reconciliaba sus sentimientos nobles ultrajados por acontecimientos adversos de codicia, mezquindad y afán de poderío, con toda su rudeza y desconsideración; haciéndole olvidar desengaños, pérdidas de seres queridos y otras tantas penas, por querer dejar atrás su ser como esposa, madre y poderosa mujer que creyó alguna vez en que su hermosura era merecedora de algo mejor, como lo decía con labios torpes en sus excesos que la hacían caer en la obnubilación de su conciencia y, asimismo, a repentinos cambios de ánimo entre depresión y euforia; yendo fácilmente de la risa al llanto o de la tristeza profunda al baile y el canto, de acuerdo con los aires tropicales que sonaran en los parlantes, con temas como el Pájaro amarillo, Los guayabales, Oropel, Afilador, Lamparilla y otros de la colección de discos que deleitaban a quienes se mostraran resueltos a tomar licor en su compañía.
Así, de la misma manera que a las demás cosas en la vida, le llegó su día de cambio a dos habitaciones ubicadas al otro lado del patio central, destinadas hasta ese momento para guardar aperos, arreos, sillas de montar y otros implementos de la caballeriza, porque se habían vendido los animales de paso, quedando únicamente dos y los de carga; alegrándose mucho la pandilla con esta nueva circunstancia, porque casi de inmediato acondicionaron allí un bar, imaginando las fiestas que harían para inaugurarlo; ambientándolo con collages de pared a pared elaborados con recortes de fotografías de revistas que presentaran la mejor calidad, sin poder faltar los rostros juveniles de los cantantes preferidos en el ámbito nacional e internacional, ni la clásica imagen en blanco y negro del Che Guevara en la parte más alta y central, como algo que sentían muy suyo sin saber porqué, entre la confusión ideológica propiciada por el consumismo que vendía esta figura representativa de los latinoamericanos al lado de otras como Rolling Stones o de las comunas jipis de Estados Unidos y Europa. Terminando de acomodar el rumbiadero con rústicas y pesadas mesas y sillas de madera y cuero de vaca, dejando un espacio abierto a modo de pista de baile, e iluminando con bombillos de colores cuando funcionaba la planta eléctrica o de lo contrario, encendían velas o mecheros de petróleo que metían entre improvisados faroles de papel y cartón, para proteger la llama del viento.
Sin embargo, para andar emparrandados los muchachos más grandes, lo que menos utilizaban era ese dichoso bar, siendo más común encontrarlos departiendo con allegados y amigos, dado el ambiente acogedor de su festiva decoración, en cambio la pandilla como su autora, disfrutaba más el aire libre pletórico de verde y sol o los enormes kioscos en el pueblo que funcionaban como bailaderos, con música a un volumen tan alto que impedía conversar; quedando la atención centrada sólo en los ritmos de la salsa y otros aires de moda que les enseñaban con agrado -tirando paso- los cortadores de caña y otros obreros del ingenio azucarero y la empresa dulcera. Sintiéndose liberados de cuanto prejuicio pudiera existir en las tradiciones, por la poesía en boga contra el racismo que les hacía soñar un mundo mejor para el futuro, porque en lo más íntimo de su corazón, y a pesar de su juventud, cargaba cada uno su propia infelicidad, ambicionando algunos el otro lado del charco -como solían llamar al océano Atlántico- para hacer especializaciones en producción a gran escala, tratamiento de masas en las fuerzas productivas, tecnología y otros componentes de la alta rentabilidad.
De esta manera, entre el paisaje exuberante de dos cordilleras y el gran valle del caudaloso río y sus afluentes, la pandilla pasaba de diciembre a febrero o de junio a julio, en marzo o abril, entre esos sueños llenos de cariño que a tantos de su generación llevaron al suicidio, y a otros, a la locura y la drogadicción; intentando algunos ajustarse al sistema imperante, empeñándose en lo que llamaban enderezar la vida, tal cual lo recalcaban sus papás cada día, desde que se valieron por primera vez de instituciones psiquiátricas, cuando, con muy buenas intenciones trataron de adaptarles a formas de trabajo y estudio incompatibles con sus inclinaciones; sumiéndoles en decadencias espirituales tremendas que conllevaron para algunos atrofias físicas y mentales irreversibles.
Escuchaban los niños con estupor lo que creían muchos de esos sufrientes mentales acerca de sí mismos, entre su confusión al encontrarse perdidos de la realidad y el adormecimiento producido por fármacos psiquiátricos que se les suministraba varias veces por día, quienes llegaban a considerar muchas veces que lo mejor era volver a ser un niño amparándose en algún dogma, como lo más apropiado para poner toda su fe, porque les permitía expresar sus más profundos temores y anhelos, como algo sublime de rituales sencillos basados en bagajes genealógicos de complicadas leyendas arcaicas, para recitar y cantar a coro con facilidad repetitivamente, sin criticidad alguna, hasta entrar en estados de relajación parecidos al que logran los cantos indios del nirvana. Olvidándose la poesía francesa, al igual que la del norteamericano que cantó a la libertad y al amor por la vida, y de otros más que acrecentaron con su palabra la percepción del entorno y la conciencia sobre la hermosura de la Tierra o la magnificencia de los cielos nocturnos que al mirarse fijamente, parece como si le aparecieran más y más estrellas, iguales a las luminarias de los creadores abrumados por incógnitas de la tragedia que parece signada por el destino a todo género viviente.
A estos muchachos que apenas crecían, les era ajeno el ambiente nacional de las mayorías en franca competencia por el pan de cada día, la habitación y hasta el nombre propio, y mucho menos podían imaginar que alguien estuviera acostumbrado a sufrir en la calle o en el trabajo cotidiano, e increíblemente, desde el preciso momento en que abrían la puerta y se encerraban en la intimidad del hogar carente de casi toda alegría, entre otras razones, por causa de la dictadura ostentada por los partidos tradicionales desde décadas atrás, cuando conformaron el conocido Frente Nacional. Ni siquiera se enteraban los muy chiquillos, de lo que le ocurría a la gente del pueblo que tanto se divertía bailando con ellos, que se encontraba llevando a cabo huelgas que paralizaron por un tiempo la producción en la zona industrial dulcera y alimentaria, que trascendieron en los medios informativos sólo por el modo como fueron reprimidas por las fuerzas armadas estatales, al no querer dar marcha atrás a sus manifestaciones de descontento por sus condiciones de trabajo y sus bajos salarios.
Tampoco sabían estos niños que la burocracia del Estado ocupaba un puesto nada honroso en el mundo en cuanto a corrupción e impunidad, ni que esta situación estaba llevando paulatinamente el país a un desequilibrio sin precedentes en su historia, al endeudarlo cada día más para satisfacer la ambición monopolista de unos cuantos con los elevados empréstitos en la banca internacional, dejando el tesoro público en rojo; acrecentándose el problema de la tenencia de la tierra y de los demás medios productivos. De la misma manera como pasaban por alto cuanto ocurría en carreteras, ciudades y selvas tanto en el país como en México, La Patagonia, y, con menos veras, cuanto ocurría con los imperios en África o en el sureste de Asia, o en Australia que era primer mundo a la vez que tercero o cuarto con su deuda externa.
En la finca, en cambio, parecía que no sucediera nada raro, excepto los problemas particulares de la familia o una que otra res descaderada al rodarse por la ladera de un cerro, yendo su carne a parar en manos de gente del pueblito cercano, porque la generosidad de la señora no permitía que se perdiera, en vista del hambre que a diario afrontaba, al pensar ella en lo poco que podía mitigarla, pese a que sus vecinos le aconsejaban que no hiciera tal cosa, porque se propiciaba una situación para empujar animales por las pendientes. Pero, sin hacer caso, ordenaba pasar la noticia, demorándose más en hacerlo, que en salir al poco rato, carretera arriba en fila india hombres y mujeres de piel oscura con machetes, hachas y cuchillos en mano, dispuestos a repartirse el regalo que incluía huesos, cabeza y piel; presentando en su conjunto un cuadro tal que daba horror a algunos, haciéndoles exclamar: ¡qué miedo!, aunque se sabía que era gente pacífica, pues al parecer, ni siquiera durante la época del esclavismo español hubo noticia de insurrecciones y se cuenta que fueron esporádicos los casos de audaces y valientes cimarrones, exceptuando los movimientos libertarios patrióticos que fundaron la república, para liberar los territorios de todo rastro de coronas europeas, como el sublime ideal bolivariano.
Estos muchachos, así como no imaginaban lo que era una huelga, no tenían noción alguna sobre el significado de un movimiento sindical o de otra organización de trabajadores, ni de la forma como sus promotores eran eliminados sistemáticamente cada año en el país, y con menos veras estaban al tanto de lo que es un paro cívico, aparte de lo peligroso que podría volverse para la gente de su clase, impidiéndoles moverse tranquilamente por calles y veredas durante el día o la noche, exponiéndose incluso a molestas requisas militares en cualquier zona pública, tal como lo advertían medios noticiosos y algunas obras de teatro que presentaban en los colegios, o como habían presenciado durante sus movilizaciones por tierra en algunos de los viajes en que pudieron ver filas de hombres a lado y lado de las carreteras, listos para ser esculcados sus cuerpos, pertenencias y revisados sus datos de identificación personal.
En sus condiciones de vida, no podían darse el gusto de poder escuchar la exquisitez que caracterizaba el canto y la música de la trova cubana, porque de Miami y Nueva York sólo les llegaba el cúmulo de melcocherías producidas por inmigrantes y exiliados, quienes por motivos ideológicos y territoriales sobresalían en el mercado disquero con el contagioso sabor antillano de sus creaciones exclusivas para el jolgorio, sin importar los contenidos de sus letras que habían logrado el éxito total en la demanda latinoamericana primer mundista, es decir, la mayoría de quienes allá viven y se desempeñan en oficios domésticos, o, como operarios, técnicos, comerciantes u obreros, o los contadísimos magnates que prácticamente se residenciaron en ese norte desde muchas décadas atrás; haciendo la salvedad en estas composiciones populares el contenido poético expresado con profundo sentimiento en : Cuando salí de Cuba, Guantanamera, La piragua y otras canciones que estos muchachos entonaban a todo pulmón sin comprender su verdad de leyendas centuriales e historias recientes.
Asimismo, su extrema juventud les impedía comprender por qué se les permitía cabalgar libremente en la zona industrial y en los inmensos hatos de ganado foster (holstein) perteneciente a los celosos y súper vigilados vecinos, dueños y señores de casi toda la región con su industria agropecuaria y de alimentos, que muy soberbios iban y venían en avión particular por sus territorios dotados de aeropuerto; diciéndose por ahí que se toman este derecho como heredad de quienes llegaron a estas latitudes de tan abundantes cañas gordas con su afán de poderío despótico y codicia desbordada, los primeros antepasados de su estirpe rodeada de esclavos y mayorales -su clase media-, junto a los demás subalternos militares y religiosos, por ostentar con orgullo títulos de alféreces otorgados por el rey castellano y su corte, para estas tierras de ultramar; acomodándose sus formas de poderío al paso de las transformaciones que los tiempos han devenido.
Tampoco entendían el motivo por el cual algunos niños negros les tiraban piedras, al tiempo que les gritaban ¡leche! a sus pieles blancas y aperladas, cuando pasaban de largo en los caballos a todo galope por las calles del pueblo, rumbo a la zona industrial o a los ríos más lejanos, y contaban con menos posibilidades aún para comprender el significado de palabras mayores como Izquierda nacional, ni las que se escuchaban en los noticieros con escenas atroces de guerrilleros descritos como dados de baja y soldados con toques de diana y mujeres llorosas; ya que en su léxico no existían más adjetivos para la gente que los de buena o de mala clase, limitados por la imagen que se daba cada quien en el modo de vida acostumbrado, a partir de lo que se aparentaban unos a otros, quizá, desde que se había creado el país, cuando El Libertador debió ponerse en fuga de bellaquerías y traiciones.
Estos jovencitos apenas estaban aprendiendo a escuchar con atención las anécdotas de sus parientes mayores, del mismo talante que las de un familiar residenciado en la ciudad más importante y extensa de ese valle, tío de unos tíos, quien ejercía la profesión médica y tenía fama de ser supremamente loco cuando estaba joven, porque era socio de un famoso club de suicidas, y porque cometía actos de audacia apenas creíbles, como en cierta ocasión en la que perdió una oreja, cercenada por la barbera de un fanático seguidor de María Cano, cierta vez que le gritó ¡maldita!, durante una de sus manifestaciones públicas, saliendo con vida gracias a la destreza que tenía al manejar su carro, pero satisfecho de haber logrado su propósito de ganar con tanta temeridad una alta suma de dinero en la apuesta casada con unos amigos la noche anterior en el club, al demostrarles que sí era capaz de enfrentar este personaje popular y de decirle lo que sentía por ella.
Era tal la inocencia de estos pandilleros, que tampoco podían comprender por qué ocurrían cosas horribles en Perú o Nicaragua, en el Sur de América y Europa, en Asia o en África, puesto que ni siquiera tenían acceso a cantautores latinoamericanos muy apreciados en el mundo occidental que entraban clandestinamente al país, ya que sólo disfrutaban de cuanto les brindaba el mercado, acorde con sus tradiciones de libre empresa, con letras a la altura de visiones pesimistas como: "Para los que están aquí en este mundo / repodrido y dividido en dos. /Culpa de su afán de conquistarse / por la fuerza o por la explotación. /...porque a plena luz del día, sacan a pasear su hipocresía...", y, entre los textos más subversivos que podían escuchar, se encontraban composiciones muy difundidas como: "América, un pueblo que aún no ha roto sus cadenas...". Promocionados por la industria disquera y de espectáculos a través de emisoras con sugestivos nombres numéricos: Quince o Uno, y de la televisión en blanco y negro, lo mismo que de la pantalla grande con el cine melodramático hispanoamericano, donde podían presenciarse masivamente y con verdadero sentimiento idolátrico, cantantes de baladas que supremamente enamorados lloraban por la mujer preferida.
Ni siquiera tenían en cuenta estos niños, que entre ellos había quienes –dos o tres- heredaron de sus padres la triste suerte de haber perdido sus bienes al apoyar los ideales socialistas de Jorge Eliécer Gaitán, cuando tuvieron que salir huyendo de la persecución a todo aquel que simpatizara con su dirigencia, quien en su momento era una persona muy célebre en el circulo de las leyes y la política, galardonado y reconocido en la esfera internacional, pero que, al igual que otros predecesores suyos cayó asesinado, cuando iba a ser presidente; recibiendo sus seguidores y amigos expropiaciones forzadas y el oportunismo no sólo de los llamados pájaros de Ginebra y Tuluá, sino, de un hermano del papá, un tío político de la pandilla, durante esa época conocida como La violencia, y, por lo bochornoso de estos hechos perpetrados con absoluta impunidad, se guardaban en secreto como un gran pecado, pese a que en el territorio nacional continuaran ininterrumpidamente los desplazamientos forzosos con sus iniquidades, no sólo desde la colonia europea con la población aborigen, sino, contra gente inerme que actualmente subsiste en pequeñas parcelas; permitiéndoseles a los más afortunados vender barato sus terruños para salvar sus vidas; apropiándose entes anónimos de sus enseres y pequeñas heredades que sumadas acumulan grandes latifundios y territorios.
Ignoraban también los muchachos que hechos como estos, contra la Justicia, son reprobados por la sociedad de naciones, aunque entre sus familiares ya había esa afectación con secuelas graves, pareciendo un modo de barbarie extendida en el tiempo, la misma que toma la forma del llamado neoesclavismo, dadas las intenciones que motivan su perpetración en la civilización que se autodenomina Primer Mundo, por ser la propietaria de la banca internacional y el armamentismo, en ese norte de monedas duras o dólares, libras y euros, con su almacén de mano de obra barata tercermundista al otro lado del Mediterráneo, al sur de ese mar interior de tradiciones milenarias, donde abunda esta mercancía que también puede llegarles de Oriente u Occidente, aprovechándose la situación de quienes intentan huir del hambre y la guerra o campo de acción de la industria armamentista. Ocultándose la verdad de estas víctimas llamadas: perdedores con cuentos distorsionadores de la realidad, como ser unos pobres diablos, poquitos, pusilánimes, gente de muy poca salida. O, a lo mejor, se les ha llamado de ésta manera por no haber estado organizados en su defensa con las mismas fuerzas que les atacaron y desplazaron, a sangre y fuego, sin consideración alguna, antes que pacíficamente acrecentar con sus marchas de dolor la miseria de las mayorías.
La tierna edad de este grupo hacía centrar su atención en juegos sin trascendencia más que para sí mismos, disfrutando el goce de la novedad, aunque los mayorcitos les hablaran de sus temores a una conflagración mundial y el fin del mundo. Con menos veras iban a saber lo relacionado con abusos cometidos por representantes de la autoridad, igual a como lo hicieron décadas atrás los famosos chulavitas a nombre de quienes detentaban el poder, y menos aún iban a tener noción alguna sobre la forma como se ejercía la Justicia en los países llamados subdesarrollados, que son casi todos, si de una ojeada se hace un parangón entre la pequeña Europa y Norteamérica con el resto del globo, por ocupar los primeros puestos en la demanda de materias primas y por disponer de la inigualable capacidad adquisitiva de sus monedas, diferenciadas de estas naciones del sur por los miles de veces de devaluada su unidad cambiaria, en donde sólo parece existir la simbólica figura justiciera de la ninfa griega con ojos vendados que lleva en sus manos la gran balanza inclinada hacia un lado, porque casi el ciento por ciento de la producción global se consume en esos epicentros del norte, donde cada uno de sus hijos pequeños tiene acceso a una desmesurada cantidad de posibilidades por cada mil niños del llamado Tercer Mundo, cuyas Constituciones Políticas invocan el nombre de Dios para ser redactadas.
El grupo derrochador de energía, ignoraba en su temeridad, que en cualquier parte se estaba en peligro de perder la integridad física o emocional por efecto de algún maltrato, en el sitio menos pensado. Era tan reciente su nacimiento que no se habían enterado de la realidad en su país, más que por medio de cuanto les enseñaba su rebosante alegría; pues desconocían la historia personal de sus antepasados y la de los vecinos de esas tierras que popularmente se identifican, como los que fundamentan su seguridad y riquezas en la tradición de ser descendientes de alféreces reales, de la misma manera que otras familias, al coste que ha marcado el paso de las centurias. Asuntos ajenos a sus fantasías de muchachos desconocedores de la mezquindad del bolsillo y el espíritu vacuo de ciertas personas que transgreden los principios del credo al cual dicen pertenecer y tener puesta toda su fe; demostrándolo con actos que contradicen palabras elementales de Jesús, al que rezan y creen amar como a su Señor, sin asumir la primera actitud, que es la compasión por lo viviente en el entorno, comenzando por el sí mismo cada cual, como lo propone él, el llamado Maestro de maestros, en su parábola de La paja en el ojo ajeno o el cuerpo de cada uno como la iglesia.
Otra característica que mostraban estos jóvenes, proporcional a sus descubrimientos en cada punto por el que pasaban, era su capacidad de olvido, tal cual lo revela el caso de la piscina, dejada atrás luego de haberse partido en dos apenas hacía unos meses, cuando estaba a su servicio en la pequeña colina al lado de la casa, arriba del naranjo que sombreaba una butaca de guadua a la entrada del jardín; revestida a lo largo y ancho con baldosas de blanco esmalte que brillaban con el sol, cierta vez que olvidaron cerrar la llave del agua cuando se terminara de llenar hasta el tope; derramándose a borbotones en tal cantidad que ablandó el terreno e hizo ceder la estructura con su elevado peso; siendo miradas con indiferencia sus ruinas, como si siempre hubiera presentado esas mismas grietas en el concreto, donde ya crecían distintos rastrojos y algunos echaban flores. Pero, lo que no podía olvidarse era de esa pequeña colina, encantadora por su vista de gran parte del valle, la zona industrial y a través del follaje de los árboles con el movimiento de las hojas al viento que traslucían por instantes en la distancia el color de los carros al pasar a toda velocidad por la recta que entra al pueblo cercano.
Esa piscina en ruinas era el propio símbolo del pedazo de historia que le había tocado a esta señora bohemia, tal vez, como se dice, por no haber pertenecido a gente sencilla que se conforma con vivir como Dios manda. Siendo tal la intensidad de su dolor solitario en esas tierras, que un día quiso quitarse la vida; llamando a gritos la muerte; imaginando que se le acercaba fría, huesuda y con esa hoz que descuaja la energía de los seres que les ha llegado la hora definitiva de desaparecer de la faz de la tierra, ya que no era capaz de hacerlo con sus propias manos por puro temor a Dios. Mientras, con ojos abotagados por el llanto, observaba la aparente indiferencia de las vacas al rumiar la hierba fresca irrigada por aspersores conectados a tuberías en acequias, dispersos por pastizales y sembradíos, girando sobre sus ejes cada uno al ritmo de impulsos con resortes muy gruesos y chapolas que rebotan en la alta presión de los chorros de agua arrojados con la velocidad, el volumen y la fuerza de motobombas; entre golpes y contragolpes, emitiendo el ruido monótono de un martilleo ininterrumpido sobre metal, al unísono con un ¡plach-plach! de cascada; puestos secuencialmente; ideales para sus sobrinos y nietos jugar en días muy calurosos.
La señora prefería esta pequeña colina a muchas otras partes de la finca, sentándose allí durante horas a descansar de su largo recorrido en calendarios, pues hasta la piscina en el estado ruinoso que presentaba le llenaba de nostalgia. Desde ahí podía contemplar el horizonte con su gesto característico; acordándose de los bañistas que en otros tiempos usaban pantalonetas largas, vestidos de baño enteros y otra serie de tapujos y mojigaterías heredados del pensamiento medieval característico en quienes no conocían otra moral fuera de la de su país, que alguna vez había sido consagrado al Corazón de Jesús. Allí, sentada sobre el césped, la sorprendía el final del día, con su figura de gran madre bañada por los arreboles del crepúsculo que tanto le fascinaba. En silencio, sin más sonidos que el canto de las aves desde árboles y arbustos, los mugidos y relinchos que salían del establo, el ladrar de perros a lo lejos, y el zumbido de mosquitos que a veces desesperan con sus picaduras en distintas partes del cuerpo, incluyendo las mejillas, los párpados y las orejas.
Allí, solitaria, espantando insectos con una toalla, permanecía ella tardes enteras, como en una profunda oración al infinito, pues todo lo ocurrido con su familia, le tenía supremamente confundida; tratando de aclararse un poco y de darle tregua al dolor en su alma y en su pecho; intentando poner en orden sus ideas para atinar qué hacer con esas tierras, porque nunca había administrado su fortuna, acostumbrada como estaba a pagar por toda clase de servicios, incluyendo la contabilidad; notándosele en sus pupilas de expresión triste un profundo temor, así la caricia del viento le deleitara con su frescura el rostro, haciéndole entrecerrar los ojos, al tiempo que resaltaba su cuerpo, al ceñirle la bata larga de tela vaporosa que usaba en ese clima, y, como pocas veces en el día, podía vérsele completamente inmóvil con el abanico cerrado entre las manos, como si en esos instantes el universo le regalara la calma con el aire en movimiento.
El paisaje observado desde esa pequeña elevación del terreno inspiraba en ella ensueños y sosegaba su espíritu; gustándole llevar para allá su casi inapartable botella; tomándose un trago tras otro lentamente; dejando pasar las horas hasta que el ocaso la sorprendía mirando los alrededores, con los hermosos cerros que sirven de fondo a la casa, haciéndola resaltar con sus tonalidades de verde el color gris cemento del patio central que lindaba en uno de sus costados con una enorme puerta del establo, construida de troncos gruesos unidos con pernos y goznes muy grandes, sostenida de apoyos todavía más fuertes y sólidos a modo de columnas empotradas en el suelo de piedra y concreto; imposible de abrir para los niños pequeños por su elevado peso, cuando se les antojaba entrar a importunar con sus juegos a los trabajadores que ordeñaban o preparaban las canecas de leche a lomo de mulas y machos, para arrearlos luego hasta la carretera central, donde se estaciona periódicamente el vehículo recolector de esta materia prima para la industria láctea que se surte de las extensas ganaderías de la región.
Sentada sobre el pasto en esa pequeña cima, tampoco perdía de vista el patio de atrás de la casa, tan agradable por el sombrío que brindaba un frondoso y fértil guanábano cumplidor de su ciclo vital, que igual a los de su especie dejaba caer frutos maduros en cada cosecha, que al chocar contra el suelo suenan con un sordo ¡plaff! acuoso, abriéndose su corteza verde, partiéndose en varios pedazos que enseñan su contenido blanco de apetitoso aroma. Ahí, con su expresión reservada, junto a la ruinosa piscina, a un lado de las mesas de loza y andenes abandonados, tan sólo en compañía de los pajaritos que saben revolotear por ahí, curioseando cuanto les atrae en el ir y venir por sus rutas genéticas, dejando pasar el tiempo; dándole vueltas a sus recuerdos en ese lugar que para ella había sido dicha y también dolor; siguiendo por momentos con la expresión melancólica de su mirar alejado del presente, la extensión del muro que rodeaba la casa, de aberturas geométricas entre los ladrillos que dejaban ver los lirios y otras flores del jardín, así como el patio trasero con un lavadero enorme cerca al local para la Planta eléctrica.
Ese patio trasero también era significativo para ella, con alambres atravesados entre las paredes de la casa, el guanábano y el naranjo, para extender la ropa al sol después de lavada por mujeres del pueblo contratadas para este oficio de todos los días; desaguando la mugre espumosa por el declive del terreno hacia la letrina que había reventado pocos días atrás por el exceso de gases acumulados, debido a la obstrucción sufrida por su orificio de ventilación, resquebrajándose la tapa de cemento y destruyéndose las tuberías; formándose un perfecto criadero de moscas y zancudos infecciosos que afectaron la piel de todos con sus picaduras, como si hubiese sido un saboteo a su estilo de vida en vacaciones. Pero, para los muchachos, cuanto ocurría no era más que el producto de la accidentalidad, pues era imposible de su parte suponer la cantidad de intrigas que se entretejían alrededor de esas propiedades, de engreimientos aparentemente absurdos en los más codiciosos, que parecen no tener otro propósito en la vida que el de intentar someter a otros, con la intención de sacarles provecho personal a nombre de sus caudales o de otros negocios de menor cuantía.
La abuelita y querida tía llevaba varios años viviendo en esa finca, con su pelo pintado de negro cuando ya frisaba por los sesenta y su peculiar ternura de adolescente frágil y amorosa; atributos que, aunados a las situaciones tragicómicas de su bohemia casi cotidiana, hacían de ella un ser encantador para los jovencitos que gozaban con sus absurdos y lloraban con sus penas; valorándole mucho por su nobleza de sentimientos que la inducían a realizar actos altruistas, como apoyar esfuerzos de quienes tenían esa cruenta historia con los chulavitas o los pájaros de Ginebra y Tuluá; con especialidad al niño menor que tomaba cursos de cine y se inclinaba por el dibujo y la poesía, habiéndose ganado alguna vez un concurso local que llenó de orgullo a la familia. En fin, valorándose unos a otros, a su manera cada uno; disfrutando la mutua compañía hasta el día final de las vacaciones, en que derramaban llanto por la triste separación, ya que debía retornar cada quien a cumplir con sus deberes escolares, cada uno con su propia soledad; y ella, la mayor de todos los soñadores, a atender los asuntos cotidianos de cualquier finquero, aunque de eso, apenas estaba aprendiendo.
Ella, la orgullosa de su aristocrático abolengo, adoraba la compañía de esos jovencitos con sus travesuras, puesto que disipaban las penas inmensas que la agobiaban, sin importarle las cabezas de ganado que tuviera que vender para sostenerles el tren de vida que llevaban, aparte de las dos nodrizas que debían ir con ellos a todas partes, más Raquel, la cocinera de raza negra que le había servido por tradición, algo así como otra herencia de sus antepasados, más de un siglo después de haber arribado a estas latitudes, en su papel de representar el oro que pagó el primer empréstito a Inglaterra por el armamentismo que combatió la inquisitorial corona española con su legendario Quijano, el célebre personaje que terminó rezando en la cama, arrepentido de haber soñado alguna vez con las órdenes de caballería, lanzando palabras desobligantes contra los héroes que otrora fueran sus más representativos valores de luchas por la Justicia, que se volvieron torpezas contra molinos de viento y otros absurdos, soñando con un amor mágico en un más allá después de dar la vida por el ideal del Honor que se llama Lealtad, fundado en sueños a la memoria de la sangre en la historia del cosmos-universo, del Paraíso Perdido en la Edad de Oro, que en estos tiempos se torna en ese Ganar Perdiendo al encontrarse en riesgo de extinción la totalidad de la vida en la Tierra.
Aunque esta regordeta y corpulenta mujer de raza negra encargada de cocinarles, no se encontrara en calidad de esclava, tratada con grilletes ni latigazos, de todas maneras le tocaba que hacer las comidas de cada día, conseguir las copas predilectas y preparar con maestría la chicha de piña, desconociendo de este humilde fruto del territorio americano la historia particular de su nombre, suplantado por este otro en la lengua extranjera dominante, al igual que ocurre con la mayoría de alimentos que cada día le tocaba darle sazón, para llenar la mesa a gusto y deleite de la familia, con arepas de maíz y chocolate con canela en cada desayuno, o el calentado de frijoles aderezados con tomates, aguacates, ají, yucas fritas; los dulces de guayaba y otras exquisiteces de la exuberante naturaleza tropical del Caribe, México, y de esta Tierra de Cóndores o Cundinamarca.
Pero, de estos asuntos relacionados con la historia sabía todavía menos que los muchachos la obediente negra, quien quería mucho a esta señora, porque era la que mejor la había tratado, entre todas las que había conocido a lo largo de su vida, y afirmaba que por eso, desde mucho tiempo atrás, un buen pico de años, trabajaba para ella; comprobando lo buena que era, desde cuando se ausentó de su casa por varios años, teniendo que servirle a otras familias que le infringieron desprecios y penas nunca antes padecidas, tan horrorosas e indescriptibles, como los embarazos indeseados que le habían dejado varios hijos; afirmando que, lo único que había podido verle a la condesa Cucú en común con las otras señoras, era la exigencia de tener que vestirse con delantales claros y llevar siempre atado un pañuelo desde la nuca cubriéndole el pelo, rematando con un grosero moño en la frente, y, la de hacerla sentar al lado del chofer durante las movilizaciones en la ciudad o fuera de ella, cuando salían de la casa a hacer vueltas como comprar el mercado y otras cosas, haciéndose acompañar por guardaespaldas y otros servidores.
Cuando esta mujer tan gorda se subía a un carro, eran muy notables las sacudidas que le daba a la amortiguación, pues su corpulencia ocupaba casi todo el sillón delantero con sus ciento veinte kilos de peso que impresionaban por su figura, a quien la viera dar tan sólo un paso, pues se balanceaba de la cintura para arriba, de un lado al otro, y ya a su edad, malacarosa y sin un sólo diente, infundía en los pandilleritos temor y repugnancia, ya que, debía añadírsele el hecho de no bañarse a diario en semejante clima tan cálido, su cotidiano olor a tabaco por el pucho humeante que permanecía pegado a su labio inferior, extremadamente carnoso que denotaba un rictus de desprecio o de hastío, un gesto duro que compaginaba con el resto de su cara de mejillas colgadas y rechonchas. Sin contar los quejidos que lanzaba con voz aguda un tanto gangosa, causados por el dolor que le ocasionaba cualquier movimiento que hacía en sus desplazamientos por la casa, sosteniéndose con las manos de las paredes. Pero, sobre todas las cosas, lo que más les repugnaba de ella, era que comía cantidades sin iguales e incomparables con ellos que eran tan glotones a su edad; llegando al colmo de vérsele después de cada comida, tragándose los sobrados de cada plato, mientras hacía los oficios de la cocina, gustándole especialmente los de carne gorda y, por tanta grasa devorada a lo largo de su vida, había acumulado los músculos voluminosos y apoltronados que la caracterizaban, como sus brazos y muslos con las mismas zanjas que se le tallan a los bebés obesos.
Contrastando la figura de esta mujer que por el oficio en que se desempeñaba, se le denominaba despectivamente sirvienta, con la imagen de la hermosa señora abrumada por sus penas que no alcanzaba a comprender las de otros, aunque no apartaba de sí su ser compasivo y lleno de fe en otras dimensiones, fuera de este valle de lágrimas, como trataba de demostrarle el único cura de la familia respecto a la existencia humana, cuando la iba a visitar y la encontraba sentaba en el altico de la piscina, en esos estados de inconsciencia que en varias ocasiones le hicieron llorar, mientras ella se burlaba de él, retándolo a que se largara para España, porque era un país de curas y monjas. Menos podían decirle a ella los reductos de bosques aislados a lo largo y ancho de los potreros que dejaban ver sobre sus copas en la distancia, las chimeneas humeantes de las fábricas de alimentos con sus formas rectangulares, ni podía imaginar el trasfondo existente en el monótono y cíclico sonar de las sirenas que señalan los cambios de turno en su funcionamiento, igual a como se hacen sentir con su estridencia en cualquier centro de producción a gran escala, para distribuir los horarios del personal que labora en tres jornadas las veinticuatro horas en los complejos agroindustriales compuestos por cientos de trabajadores en la administración, operarios, técnicos, ingenieros, pilotos y demás especialidades.
La señora sumida en su propio mundo, no era capaz de comprender asuntos que no estuvieran relacionados con sus penas, pues eran ajenos a sus afectos exclusivos y a la historia de sus últimas propiedades, que habían retornado a sus haberes después de muchos años, de manos del último hijo varón que le quedaba, quien había caído gravemente herido por unos desconocidos en cierta ocasión que llevaba a cabo una transacción de grandes capitales, recién llegado de Francia con su novia parisina ("Riyín") que de inmediato regresó a su país sin despertar sospecha alguna, tal vez por tratarse de una europea, o seguramente por razones obvias que demostraban su inocencia. El caso es que a las autoridades no les fue posible averiguar los móviles del crimen para esclarecer la verdad, por múltiples factores circunstanciales que impiden el cabal ejercicio de las leyes, pues, aun cuando fue fallida la intentona de esta banda armada, el cuerpo de este joven quedó prácticamente partido en dos desde la cintura por balas de metralla, extinguiéndose su vida entre artificios, en una lenta y dolorosa agonía de largos meses.
Sus sentimientos de madre se encontraban demasiado atropellados no sólo por la suerte fatal que habían tenido los tres hijos varones de su progenie y su marido, sino, por el proceder de su hija mayor que se había comportado egoísta y cruel. Pero de todos, el último era quien le torturaba con mayor intensidad, de una manera lacerante casi insoportable, no sólo por lo reciente de su fallecimiento entre la lentitud del dolor y los soporíferos día tras día y mes tras mes; habiendo sacado valor de sí hasta para entablar contacto con el más allá, para que los espíritus le resolvieran profundos interrogantes que agobiaban su alma, acerca de la justicia divina y humana, ayudada por sus hermanas con las conocidas mesas redondas de abecedarios, números y otras formas heredadas de antepasados vascuences e ingleses que acostumbraban llevar a cabo esos rituales, junto a otro cúmulo de costumbres y creencias, algunas tan detestables, como sentirse superiores a los demás, al atribuirse el mito de sus lenguas ancestrales arraigadas en el continente Atlántico y en la llamada tierra de ángeles o England, de sagas con trovadores que cantaban a la memoria de la sangre, al paraíso perdido y a otras nostalgias.
Estos ritos que consideraban aptos para comunicarse con espíritus de difuntos, no los realizaban delante de los niños, aunque ellos sabían lo que estaban haciendo sus papás encerrados durante horas, al bastarles con las explicaciones que les daban al respecto, respetando mucho las condiciones que les ponían. Además, a veces solían detenerse a escuchar comentarios que les llegaban por azar, alcanzando a oír de sus propios labios verdades categóricas; dándose cuenta de la seguridad que sentían de haber entablado contacto con parientes y amigos que ellos apenas habían visto en fotografías, escuchándoles advertir en cierta ocasión, que estas sensaciones eran demasiado fuertes para personas tan jóvenes como ellos; impresionándoles tanto estas palabras que, hasta les daba temor de cuanto tuviera que ver con esos misterios, porque, asimismo, en otros momentos les habían visto llorar inconsolablemente después de realizada alguna sesión, paso tras paso, con el respeto y la fe que caracterizan a quienes creen de corazón en prácticas esotéricas.
A esta señora, de nada le habían servido para el valor que requiere la vida cuando aparece el dolor y la adversidad, las riquezas que había tenido ni las múltiples experiencias en Nueva York o Miami en los años sesenta, cuando aprendió un poquito en torno a problemas internacionales con la detención de un importante personaje de la política nacional que luego fue presidente, por llevar cocaína en sus maletas, o con la muerte del Negro grande de Norteamérica (Martín Luther King) con su revolución religiosa cristiana; al igual que con el asesinato de Kennedy, o con el surgimiento de los movimientos juveniles de posguerra en su máxima expresión en el concierto multitudinario en Woodstock, donde fueron los militares mismos, los que auxiliaron a cientos de miles de muchachos que protestaban con sumo sentimiento contra la guerra de Vietnam, en nombre de la paz y el amor. Mientras, al lado de este pueblecito gringo, esa ciudad llamada capital del mundo occidental podía vérsele crecer en poderío, a pesar de su inmensidad artificiosa de consumista y su lobreguez de cementerio decorado, donde cada quien desconfía hasta el extremo de quienes le rodean, y porque además, a su apartamento no alcanzaba a entrar el sol, al encontrarse rodeado de imponentes rascacielos.
Con el mismo desdén se refería ella a la denominada capital latinoamericana (Miami), aunque había disfrutado los entretenimientos mecánicos en mar y tierra que ofrece la industria del turismo, porque sus playas eran muy peligrosas para una mujer sola, desencantándole ese ambiente porque no podía disfrutar el mar, y, sobre todo, porque, en la casa de la hija donde se hospedaba, dos de sus nietos nacidos allá la maltrataban cada vez que llegaba, pegándole palmadas; teniendo que esconderse bajo llave en su alcoba, pues –según decía- en ese país es tremenda la pena para quien le responda a un menor de edad del mismo modo; dándole miedo su proximidad, puesto que eran grandes y fuertes. De la misma forma le temía a los negros cubanos que andaban en carros flamantes, porque en su mundo interior aún primaban modelos racistas de sus antepasados, a pesar de que, entre los discos preferidos que había traído en sus últimos viajes se encontraran cantantes llamados de color en el clímax del éxito mercantil norteamericano, lo mismo que de jazz, manifestando una de sus contradicciones, pues también contaba entre sus hijas con la rebeldía de moda en las clases altas y medias del norte y el sur de América y Europa.
Sus contradicciones se acentuaban, cada vez que el dolor de sus heridas espirituales se dejaban sentir, pareciendo querer asfixiarle; no importándole por eso la imagen que proyectara a los demás en sus borracheras, ni interesándole comentario alguno al otro día, ni admitir una sola palabra al respecto. Por el contrario, sus metidas de pata las remediaba con nuevas francachelas, excediéndose en los brindis con chicha, aguardiente o ron; olvidándose incluso de los consejos que le daba en tono autoritario el cura de la familia, a quien consideraba estúpido, nada consecuente e igual a todos los de su colectividad; asegurando que a él, lo único que realmente le importaba, era cuanto lograra obtener para acumular y el placer que pudiera sacarle a las visitas que le hacía: montando a caballo, comiendo y bebiendo a su antojo o entregándose a otras diversiones que ella sabía reservarse. Además, hacía ya mucho tiempo que había tenido el coraje de renunciar a la creencia en Dios, porque no consideraba justo cuanto le había ocurrido a sus hijos queridos, y menos aún lo cometido por su hija con tanta frialdad y cálculo monetario, en compañía de otros secuaces que sabían el modo de manejar sus debilidades, y mucho menos lo que se desencadenó después de la muerte de sus seres queridos, ante lo cual sólo quedaba el silencio de los sometidos por la razón y por la fuerza; dejándole allí en su inmensa soledad, entre múltiples incomprensiones por ignorancia, presunción y codicia desaforada.
Los recuerdos de la tiíta-abuelita discurrían como una película interminable, pesando más en su ánimo que las responsabilidades con esas tierras en manos de los trabajadores, de quienes se sospechaba que lo más seguro, era que se aprovechaban de su ingenuidad y poca pericia al intervenir con los capataces en sus quehaceres, ya que su sola presencia de ruda idiosincrasia le intimidaban, aunque ya sabía que habían aparecido cercos rotos y potreros saqueados, aunque también se sospechaba de un yerno suyo que manifestaba avidez por sus propiedades, estimulado a lo mejor, por lo que conocía respecto a los alcances de sus cuñadas contra ella, su propia madre, a quienes él llamaba: Las gatas. Por las mismas razones que el difunto dueño de esta finca, su hijo recientemente fallecido nunca las había querido, aunque se trataba de sus hermanas; demostrándose nuevamente este sórdido intríngulis con la circunstancia de haber vuelto ellas a estimarla como madre, tan sólo porque volvía a tener alguna posesión, al tratarse de la heredera universal por ley de estas propiedades que antes habían sido suyas y de su esposo y padre. Siendo tan codiciosas ellas que, al enterarse de su nueva herencia, nunca más dejaron de estar en contacto con ella, para ganarse de nuevo su credibilidad y su cariño, sin importarles que el difunto dueño las hubiera despreciado toda su vida, porque sus sentimientos estaban puestos sólo en lo que lucía como posible apropiación rentable, aprovechándose del aturdimiento en que se encontraba su tierna madre, quien no sabía en que ocuparse ni para que, como si el dolor de su alma le hubiera quitado toda orientación y sólo aspirara cada día al enajenamiento del licor.
Sin embargo, a pesar de tanta iniquidad, nada la atormentaba tanto, como el hecho de haberse trocado la vida de su último hijo por esas tierras, de esa manera tan cruel, cual designio fatal que el destino había urdido a su antojo, como algo casi irresistible para su sensibilidad maternal. Pues era tan terrible lo que sentía, que parecía enloquecer a cada instante, no encontrando por toda esa crueldad un rumbo para darle a su vida entre tanta confusión, ya que el exuberante paisaje de planicie y piedemonte andino aún le traía la imagen de su marido, cuando salían con los guardaespaldas a recorrer sus propiedades en varios municipios de la región que siglos atrás se presentaba selvática, escarpada e impenetrable para los conquistadores españoles que con temor la llamaron Sierra de los Nevados, junto a ese valle del torrentoso río que vio pasar historias coloniales de ciudades incendiadas, ese mismo río que caudaloso y turbulento se encañona entre las dos cordilleras más al norte, haciéndose profundo y peligroso. Recordándole a ella los años aquellos en que venía hasta esa finca, por tratarse del único paisaje de tierra caliente que poseían, con los amigos que gustaban mucho de salir en caravanas por el país, exhibiendo sus automóviles último modelo; cambiando de clima para bien de su salud. Apenas aceptando ella, que se encontraba completamente sola, sin ninguno de sus seres más queridos, y completamente en manos de las gatas feroces.
Ya sólo la visitaba uno que otro conocido, acompañado por músicos, cantantes, comilonas y risas desbordadas, puesto que no disponía de tantas personas a su servicio, entre chóferes, dentroderas, cocineras y mayordomos de confianza, ya que en los últimos años, después de la ruina en que la habían dejado sus hijas mayores, sólo le quedaba esta última posesión de la hacienda familiar; recordándole ese hijo y la forma como había sufrido por dinero estrictamente, en esa clínica donde ingresó con su cuerpo espantosamente herido; sufriendo intensamente en la prolongada agonía a pesar de pedir a gritos su muerte en los pocos instantes de lucidez que le dejaban los sedantes suministrados con la misma asiduidad que el alimento artificial que recibía en su inmóvil postración, mientras su cuerpo se llenaba lentamente de ulceraciones purulentas. Llevándose sus tristezas el ocaso con los últimos arreboles, tal vez tan rojos como la sangre derramada por orgullo e intereses de poderío, en esta América que había visto nacer algunos de sus antepasados Pero, para fortuna suya, cada día a esas horas se tomaba sus traguitos, aliviando un poco sus pesares, tratando de conciliar su espíritu con su noción de verdad acerca de la existencia, esa sensación de la ebriedad que le devolvía un poco el estado anímico tan parecido a la calma que anhelaba a cada instante.
En los frecuentes delirios que entraba ella con su fácil costumbre de consumir bebidas alcohólicas en exceso, eran contadas las veces en que se le oía decir algo acerca de su esposo, ya que al parecer, también de él mascullaba recuerdos adversos más que de otra categoría; corroborándolo sus hermanas con gestos y palabras desdeñosas cuando se referían a él, queriendo a toda costa dañar su nombre junto al resto de sus parientes, a quienes llamaban despectivamente Los querubines de alas mochas, por el apellido que llevaba, solamente respetados por ser propietarios de grandes extensiones con historias muy particulares desde no mucho tiempo atrás, cuando empezaron a establecerse como familias empresariales muy importantes para la región, pocos siglos después de fundada Cartago por primera vez junto al río Otún y de haber sido incendiada por los aborígenes que pusieron en retirada esa migración europea; habiéndose tenido que organizar de nuevo el caserío en una margen del río La Vieja, a unos kilómetros de Santana de los Caballeros, entre el antiguo Antioquia y el Cauca.
Los niños de la pandilla escuchaban con atención las historias que la querida tiíta-abuelita les contaba en sus estados de inconsciencia, incluyendo la de su marido y su hija mayor, aunque con sentimientos ambivalentes respecto a ella por la manera como había desafiado a su papá, yéndose de la casa con su novio, justo con quien él consideraba un negro con plata, indigno de su alcurnia; burlándose esta muchacha de él hasta el momento en que abandonó el país, sin siquiera regresar a verlo en su agonía y mucho menos para asistir a su entierro que se dio pocos meses después de ese disgusto que le costó la vida, según lo confirmó el informe médico sobre el señor apodado por sus amigos: don Miel de Caña. Pues, la herida emocional que le infringió a su orgullo machista profundamente arraigado en esa generación, la imagen de su hija como mujer ante las autoridades religiosas, al ver desobedecidas sus órdenes patriarcales, fue fatal. Pero, los horrores que pasaron a la postre fueron aún peores, porque esta oportunidad fue aprovechada por esta joven fugitiva de casa, para ir adonde su madre ya viuda y casi sin hijos, a aprovecharse de su blandura e inocencia, para quitarle sus pertenencias con métodos nada suaves; convirtiendo esa fortuna en dólares y regresándose de inmediato hacia ese norte, donde creía haber encontrado la felicidad con la emancipación de su familia semifeudal, al lado de ése que incentivó esta tragedia sin proponérselo, quien por esos días había ascendido al rango de capitán en las fuerzas armadas de esa nación imperial, cuya familia tenía fama de narcotraficante.
A la señora podía vérsele casi todos los días en sus delirios, a veces llorando inconsolablemente en silencio, recostada en una mesa con botellas de aguardiente, cerveza, vasos y copas vacías; queriendo dejar de sentir los sucesos espantosos que, aparte del horror que le inspiraban, eran asimismo raíz de sus problemas presentes; prefiriendo su alma sensible y generosa huir de la realidad; pareciéndole hermosa la vida sólo desde esa sensación que da la ebriedad, ese estado que se ha utilizado para obnubilar las mentes de esclavos y pueblos conquistados de todos los tiempo. Pues, tan sólo en ese estado podía admirar el canto de un pájaro, la cadencia en el vuelo de una mariposa, la constancia en el crecimiento de la hierba y cada ser que habitaba en sus dominios; y además podía expresar sus afectos hacia los otros sin titubeos, incluyendo a los hijos de agregados o trabajadores, a quienes obsequiaba artículos escolares y algunas veces celebraba los acostumbrados cumpleaños, desde cierta vez que aceptó ser madrina de un recién nacido; permitiéndoles, incluso, instalarse a vivir en unas piezas de la casa, junto a una cocina con estufa de leña que ardía desde el amanecer; beneficiándose porque rompían, con su proximidad, el dolor suyo en absoluta soledad.
Era el licor lo único que desbordaba su alegría de estar viva, incluso para asistir a las ceremonias matrimoniales y bautizos en que hizo su papel de madrina dicharachera, después de tomarse los traguitos para estar a gusto y comportarse a sus anchas, extrovertida, gozona y desprejuiciada; involucrando en la juerga a quien le permitiera compartir la primera copa por pura cortesía, ya fuese trabajador o amigo; prendiendo las fiestas al bailotear con uno y con otro, hasta no poder más. Así, por el mismo efecto con el paso de las horas y la fatiga física le hicieran cambiar de ánimo repentinamente; sorprendiendo mucho la manera como podía hundirse en sus penas más profundas, narrándolas con voz quebrada por el dolor y, a los pocos segundos estar de pie en la tónica anterior, cuando alguien la invitaba a bailar; secándose con delicadeza las últimas lágrimas del rostro con el dorso de las manos y estrenando una sonrisa, no sin antes disculparse con el parejo por el mal rato que les estaba haciendo pasar; estallando en risas juguetonas de niña traviesa que brillaban con cierto aire de inocencia; enrolándose en ocasiones con individuos que no se sabía muchas veces qué mañas podían tener; preocupándose mucho sus hermanas por esta situación después de terminadas las vacaciones, quienes, a pesar de tener sus días comprometidos con hijos, maridos, hogar y gestiones cotidianas, sacaban tiempo para acompañarle por turnos en su soledad, en la casa ubicada en el pie de esos cerros que divisan el valle, entre las cordilleras que se tornan azuladas durante la temporada invernal.
Otro suceso entristecedor para esta señora que hacía parte de sus tantas quejas, era el referente a otro de sus hijos, quien había sufrido una muerte trágica al igual que los demás, al chocarse contra una volqueta en cierta ocasión que bajaba por La Popa a toda velocidad, cuando iba de regreso a la casa en su deportivo último modelo, regalado por su papá en el preciso momento que llegó graduado de médico en una universidad de Berlín; después de pasarse de copas con unos amigos que celebraban su triunfo en el club conocido como más alcurnioso de la ciudad cercana a los nevados, la de calles empinadas y la catedral que en su estilo medieval, parece haber sido un intento por eternizar esa larga época que tergiversó las predicas de quien partió la historia de Occidente en dos y ha sido considerado extraterreno, construidas sus altas torres casi dos siglos después de declarada la independencia de la inquisidora corona española, en plenos tiempos del desarrollo científico y tecnológico que tanto enorgullece al género humano.
Este primo de la pandilla de niños, desaparecido hacía ya años, había regresado por esos días a su tierra de origen, satisfecho de haber obtenido un doctorado en medicina en el país nórdico famoso por su rigor y puntualidad, cuando le sorprendió el accidente en una de las recorridas carreteras artesanales de su Tercer Mundo; cuando llevaba consigo el intenso dolor causado por la decepción que tuvo de una adorada prima suya, hija de otro terrateniente del antiguo Antioquia, porque le había dado la negativa a su propuesta de matrimonio. Esa muchacha considerada la más hermosa de esa pequeña ciudad de calles empinadas que contaba con el apelativo de Perla del Cumanday, quien había frustrado sus deseos pro creativos y de unión de intereses económicos, familiares y políticos, con un solo no, rotundo; sumándole a este golpe emocional, la borrachera en que se encontraba manejando el vehículo y el trasnocho, como el cóctel perfecto para llevarlo a perder el control de la velocidad. Existe respecto a este suceso paralelamente la versión de quienes afirman que el hombre fue víctima de una prostituta enamorada de él, o que, por meros intereses monetarios, ciega de ira por su pasión o codicia, averió los frenos del automóvil en el mismo instante de haberse enterado de su intención de casarse con ésa que ella envidiaba tanto, porque sólo usaba cada traje en una ocasión y luego lo botaba, quien de antemano se había prometido a sí misma que, si no era para ella, no lo iba a ser para nadie. Nunca se supo la verdad respecto a lo ocurrido, como en muchas otras truculencias que suelen suceder.
Periódicamente en la finca el ruido se acrecentaba con varios motores encendidos a la vez, en un coro de avionetas fumigadoras, planta eléctrica para accionar motobombas de extraer agua de pozos y acequias abastecedoras de tanques repartidores y recipientes de reserva del preciado líquido; un tractor sobre un depósito enorme que apisonaba con sus enormes llantas cantidades de plantas especiales recortadas en pequeños trocitos lanzados a través de un tubo, a medida que iba llenándose hasta los bordes, quedando una masa informe y compacta, como reserva alimentaria del ganado en tiempos de sequía o de inundaciones que se extienden por el valle impidiendo el pastoreo. Opacándose todo sonido de la naturaleza o canto de vida, puesto que ni siquiera los bramidos, relinchos o las voces graves y altaneras de los trabajadores podían escucharse, y menos aún los suspiros de la condesa Cucú sumida en su melancolía, contemplando embelesada el espectáculo celeste hasta caer la tarde con el ocaso, poniendo punto final a la jornada laboral en el campo, al tiempo que las sirenas ensordecedoras señalaban el cambio de turno en las industrias alimentarias que no paran durante el día ni la noche.
Como es natural en estos climas, las penumbras traen consigo cocuyos de luces festivas, murciélagos que van y vienen con sus pitiditos menudos y uno que otro ratón de monte que corre y salta sobre el pasto, huyendo de algún búho que lo acecha, junto al canto monótono de grillos, chicharras, sapos y ranas de charcas y pantanos, más el zumbar y picar de nubes de zancudos que revuelan, haciendo bajar de la pequeña colina a la señora ya ebria, a refugiarse en la casa, al igual que exige a las madres proteger a los bebés metiéndoles entre toldillos y a quienes estén poco acostumbrados a resistir el flagelo de sus picaduras; obligando a cerrar puertas, ventanas y todo orificio o rendija por donde puedan entrarse a molestar el sueño de sus habitantes con el zumbidito de sus alas; bloqueándoles el paso con (angeos) redes muy apretadas que atajan del mismo modo arañas y otros insectos multiformes y noctámbulos, mermándose a la vez la circulación del aire que llena las alcobas de un fogaje aletargador, pese a la amplitud y altas paredes que presentan las techumbres de arcilla cocida.
Así mismo, al llegar la noche, los trabajadores del campo ponen punto final a sus obligaciones, colocando las herramientas en orden y apagaban la planta eléctrica que deja todo a oscuras y en silencio; sintiéndose de inmediato en la atmósfera un murmullo de voces y aires del folclor emitidos por una pequeña radiolita de baterías que la dueña hacía sonar en cualquier parte, reuniéndose en torno a ella allegados y mayordomos; encargando a Honorio de iluminar con velas de parafina que tienen la propiedad de dar buena luz y un toque acogedor a cualquier lugar; e iniciándose las conversaciones acerca de la familia, las vecindades y sobre otras regiones del país, Norteamérica o el Cono Sur con su folclor de tangos, cuecas y zambas; ceñidas las palabras de cada uno a las experiencias tenidas en sus recorridos, en las que se destacaban las bondades y perjuicios del controvertido desarrollo de las fuerzas productivas en la velocidad actual, dadas las consecuencias sufridas por la naturaleza con la transformación de los paisajes en cordilleras, llanos, pampas, litorales y en las selvas llamadas actualmente grandes farmacias del mundo, con sus misterios microcósmicos en la gravitación de las partículas y el átomo vacío. También se abordaban temas sobre el alarmante avance de la desertización en África, Europa y en otros continentes, el desequilibrio ecológico en Estados Unidos y otras cuestiones igual de candentes por poner en riesgo la vida global.
- Por ejemplo -decía el trabajador Genaro-, anteriormente en la finca no estaban tan secas las quebradas y el río no bajaba tanto su nivel en verano como ahora, ya que habían más árboles y animales de monte. Además, en la montaña de más arriba, los cafeteros no habían llenado las tierras con su cultivo de caturro que contribuye con la sequedad del suelo, la erosión y la contaminación de los nacimientos de agua que todavía quedan, a pesar de saberse muy en serio, que se trata del líquido fundamental para la vida. Y, ni qué decir de los ganaderos de más arriba, junto al páramo, porque las vacas se están comiendo todo el frailejón de los humedales.
Los niños más pequeños trataban de entender a su manera, el aspecto organizativo de la producción y la tecnología del mercantilismo que parece tener sujeta la existencia a la condición única y exclusiva de la rentabilidad. Éste fenómeno que propiciaron el dinero y el enriquecimiento europeo al ritmo de dichos famosos como: La plata es difícil de conseguir, pero consiga la plata mijo. Con el agravante de considerarse imperecedera la pletoricidad de todas las formas de vida, así se hayan difundido cálculos sobre la extinción de especies en años y décadas que se avecinan, al ser tomadas exclusivamente como materias primas para la gran industria. Ahorrándose tiempo hasta en los mataderos de las ciudades, así los animales sufran aterradoramente, sin importar su tamaño ni el prolongado padecimiento retorciéndose de dolor, colgados brutalmente de groseros garfios de hierro, uno tras otro, muriendo a pedacitos mientras se les extrae cada una de sus partes, al tiempo que los demás esperan el sacrificio mirando con horror como lentamente se extingue la manada, como si se tratara de los seres más odiados del universo, para quienes se tuvieran a disposición los verdugos más fríos llenos de sevicia, dispuestos a infringirles las torturas más espantosas.
Aprendían algo los jovencitos, acerca de lo que ocurre con minerales profundos de la Tierra como el petróleo, o con la capa superficial, delicada y esencial que cubre todos los relieves, dadora de cuantas florescencias y fructificaciones puedan imaginarse, y sobre la manera como es maltratado con fertilizantes y fungicidas; talvez por ignorar el hombre, que se trata de delicadísimos componentes fundamentales de natura, que, como dicen antiguas leyendas en todas las latitudes, son los mismos misterios que encierran la madre y el padre de Todo, junto a la luz y el calor del sol, que son el origen de todas las cosas vivientes que ahora yacen casi asfixiadas por humos, vapores de toda laya y abonos; canalizaciones de fuentes, radiaciones y magnetizaciones, ruidos desconsiderados, malos tratos a los semovientes, explosiones que modifican los relieves y tantos otros factores que caracterizan el movimiento de la cultura predatoria. Asuntos demasiado delicados y complejos para los muchachos de esta pandilla que apenas estaban aprendiendo a escuchar con atención, guardando un silencio reflexivo y temeroso, porque también parecían darse cuenta de la esperanza que se tenía cifrada en ellos como posteridad, para que realizaran lo necesario en un futuro ojalá no muy lejano, porque podría ser demasiado tarde para los ámbitos salubres que se deterioran lentamente, sin un control amoroso y razonable.
Esta pandilla ignoraba la realidad de su entorno, ajena a su mundo de fantasías juveniles, tanto en las ciudades donde vivían, como en esas tierras donde se deleitaban en plena libertad de acción para sus travesuras, al tumbar avisperos ocultándose a las carreras de su persecución y alcance, o al hacerle bromas a los espantos de leyendas sepulcrales que les contaban en el pueblo, alborotándose con sus chanzas cada vez que pasaban por un lado del cementerio, ubicado en una margen de la carretera; desafiándolos para que se aparecieran de un momento a otro, llamando a cada uno por su nombre, a los gritos, presos de la borrachera los mayorcitos y los más pequeños celebrando con carcajadas su atrevimiento, aunque en el fondo de sí sentían temor por esa imagen de cruces y lápidas con hierbas crecidas y un árbol de mangos que daba buenas cosechas cada tantos meses; apoyado cada uno en el valor que se daban en grupo, el uno pegado al paso del otro, sacando fuerzas para afrontar la verosimilitud de los fantasmas que ponían en evidente duda, sin contrariarse por eso los hombres fuertes y altivos de piel oscura, aunque parecieran amenazantes con su estatura y corpulencia que resaltaba en sus contornos por el brillo del sudor sobre sus dorsos desnudos que enjugan con los trapos que permanentemente llevan sobre su espalda, al tocarles estar el día entero a pleno sol entre los cañaduzales que se extienden sobre la planicie llena de movimientos de machetes o rublas, tractores y camiones inmensos.
Disfrutaban estos niños la independencia que se les consentía durante las vacaciones, cuando nada sabían aún sobre las condiciones existentes en cada casa ni en las calles y campos que recorrían cada día, sin comprender el distanciamiento ni las diferencias existentes entre ellos y la mayoría de la gente, porque a esa edad se ignoran las sustancialidades de la realidad sociopolítica, y, tan sólo el goce y la belleza mueven el ánimo en busca de grupos con quienes compartir identidades, descubrimientos, rituales y rebeldías; al contar con la fortuna de tener espacio, tiempo y el mínimo espíritu para jugar a ser, inducidos por sus padres que conocían algo la libertad con sus riesgos, al margen de cualquier compromiso que no fuera el de gozar la vida, aprendiendo de ella a cada instante, porque daban tiempo al tiempo para que sus retoños crecieran, con la esperanza de que alcanzaran a ser mejores personas que ellos, tal vez por tener sus sueños puestos en la inmortalidad suprema de las magnitudes estelares.
Así, temprano, una soleada mañana se preparaban para otro día de esparcimiento en un lago artificial de los vecinos, descendientes de los alféreces ya legendarios del tiránico e inquisitorial rey ibérico, cuya construcción se hizo para irrigar cultivos por medio de acequias que recorren decenas de kilómetros cuadrados en sus propiedades, cuando los veranos muy intensos no dejan gota de agua, resecando pastizales y sembradíos, o, para desecar los terrenos al llegar la temporada de lluvias que anegan la planicie con el desbordamiento de ríos y quebradas, succionándose los excesos del líquido elemento a través de las mismos mecanismos, pero haciéndolos funcionar a la inversa. Atribuyéndosele popularmente a estos vecinos tal exclusividad, por ser heredad suya desde la época colonial española, cuando llegaron muy admirados de la guadua (caña gorda), el oro y lo demás que aún tiene el llamado Nuevo Mundo, y empezaron a reemplazar bosques por pastizales y cañaduzales; agrupándose el ganado vacuno en inmensos hatos de centenares de cabezas, los mejor dotados a la redonda con ordeños electrónicos, etcétera; en los que todo macho al nacer se sacrifica para la procesadora de alimentos enlatados, porque los toros reproductores se importaban de Holanda y posteriormente sólo su semen conservado en potes especializados.
Esa luminosa mañana andaba la pandilla de aquí para allá, tomando la postrera, como solían decirle a la primera leche que sale de las ubres, para saborear cada día, ordeñada directamente en un vaso con azúcar; recién levantados de la cama, descalzos y despelucados; buscando los vestidos de baño, cepillos de dientes y demás implementos para nadar y pescar hasta el cansancio en embarcaciones metálicas provistas de aros laterales para remos, a su disposición en un pequeño muelle ubicado junto a una edificación para invitados especiales de esa familia de tan rancio abolengo militar que esperaba obtener de ellos su hacienda; tratando primero de ganarse su simpatía, porque ya en ocasiones anteriores habían ofrecido sumas considerables por ésta. Creyendo esta familia paisa que los dominantes vallunos lo deseaban así por temor, al ser los únicos vecinos colindantes, ignorando que tan sólo era su codicia desbordada por el monopolio absoluto de la región. Allí, el espacioso y refrescante salón sin paredes a los lados ofrecía a los muchachos un bar y una pista de baile al fondo provista de luces psicodélicas y en pisos superpuestos que sobresalían en el horizonte, habitaciones perfectamente dotadas de lo indispensable, cuyos ventanales daban sobre el espejo de las aguas crispadas por el viento a manera de un pequeño oleaje; sirviéndose los muy traviesos de las alturas de estas edificaciones para clavarse en sus veintitrés metros de profundidad.
Estaban muy contentos porque los iban a llevar en la camioneta, casi uno encima del otro, ocupando los bordes y el piso de la parte trasera, ya que parecían estar siempre en racimo a la espera de algo nuevo para hacer; recogiendo apresuradamente las cosas que necesitaban; impacientándose algunos que no veían la hora de salir para allá; entretanto otros se disponían a encabezar el coro, comenzando a entonar las rancheras favoritas para este tipo de paseos, repasando las letras que escribían en hojas de cuaderno que guardaban mal dobladas en los bolsillos, puesto que les era muy placentero cantar a coro y no ser aguafiestas con sus casi hermanos de paseo y risas. Estaban en esas, cuando de un momento a otro se presentó una muchacha de facciones gruesas, ojos alargados y pómulos salientes, pelo castaño ensortijado y cuerpo esbelto, hija del mayordomo, quien al igual que las niñeras departía con ellos en bailes y vagabundeos, cuando no se interponía el moralismo tradicionalista de sus padres y allegados que en varias ocasiones se lo habían impedido, haciéndola renunciar a las invitaciones que se le hacían con la espontánea alegría de querer compartirle nuevas experiencias.
Llegó pues la jovencita de expresión alegre y sonrisa franca, un poco tímida en su mirar y modo de dirigirse a los demás, avisando que venía alguien por la entrada; haciéndolos salir de inmediato en tropel a observar en la distancia; apostando el uno con el otro, al que primero identificara el visitante sin utilizar binoculares, siendo grande su extrañeza al no coincidir con familiares ni amigos. Conjeturaban si era Chava, Paco, Chucho o Nano, hombre o mujer, negro, blanco, o mestizo; armándose un vocerío tan tremendo que atrajo la atención de los trabajadores en el maizal, al otro lado del aljibe, justo en el punto donde se yerguen los armoniosos cerros, como diciéndole al valle que hasta ahí llega su extensión, en ese punto especial e íntimo cuya hermosura puede servir para adorar la idea del mejor Dios de los hombres, o simplemente, para solazar el espíritu con el inmenso paisaje pleno de verdores.
Entonces, cada quien desde su ubicación, centró la mirada en ese punto que se aproximaba a lo lejos, con la atención puesta en su enigmática figura de movimientos torpes, tratando cada uno de definir su identidad. Así, los trabajadores del maizal se apoyaron en los machetes y otras herramientas, los que arreglaban el establo se recostaron en el muro del portal con azadones, escobas y palas en las manos; notándoseles mucha curiosidad; creándose una situación nunca vista antes al suspenderse de repente el trabajo de todos los días. Entretanto, los que observaban desde las casitas alrededor, fueron los primeros en distinguir la fisonomía del visitante, puesto que, desde hacía ya varios años venía adonde la señora que ellos llamaban su patrona; haciéndolo ver de regular estatura y pelo emblanquecido por la edad, quien caminaba apoyándose en un rústico bastón de madera al dar cada paso con una de sus piernas lisiadas; desbordándose la curiosidad e inquietud entre los jóvenes que, con miradas interrogativas por el propósito de su visita echaron a correr donde los trabajadores, para que les contaran algo; dejándose escuchar cuchicheos y exclamaciones de sorpresa, al no creerles los cuentos que les echaban sobre el extraño personaje que se aproximaba en la distancia, cuya imagen contrastaba con su alegría.
Las averiguaciones de los muchachos dieron resultados nada agradables para ellos, desde el mismo momento en que el nombre del personaje que se acercaba salió a la luz, recordándole a la familia un pecado pasado, algo secreto que sin proponérselo ninguno se revelaba, trastornando de repente su bienestar; pareciéndoles increíble lo que se oía decir de ese viejo, ya que el propósito de su visita era el de reclamar algo que consideraba suyo a la tiíta-abuelita; para ver si le hacía el favor de devolverle el terruñito que su marido le había quitado hacía ya muchos años, durante la famosa violencia entre conservadores y liberales, aprovechándose de circunstancias muy delicadas. Justo ahí, en ese mismo lugar donde ellos se deleitaban tanto con la naturaleza; habiendo ocurrido eso cuando aún no habían nacido o sus padres no se habían casado, o no se habían llevado sus fortunas convertidas en dólares para el país del sueño americano con bienestar, justicia y seguridad en categorías de mercado y derroche con secuelas letales en el aire, el agua, la tierra y en las últimas décadas, en la órbita geoestacionaria con la chatarra satelital que cada dos años dejan los dispositivos desechados por sus exclusivas comunicaciones militares y civiles.
El recién llegado hizo su efecto en el ambiente vacacional, pareciéndole a algunos jovencitos demasiado difícil aceptar de un momento a otro, cuanto la vida les estaba revelando sin reparo alguno; guardando silencio para tratar de aclararse lo más que pudieran, al escuchar con suma atención cuanto se les contaba; interpretando cada uno de acuerdo con el alcance de sus sueños, agudeza de sus mentes y la sinceridad del ser desnudo que cada quien es para sí; sumando las explicaciones que luego dieron sus familiares, puesto que este suceso había afectado muchísimo su ánimo, como si a partir de ese momento se hubiera transformado el encanto de ese paraje tan querido, a medida que observaban punto por punto lo que se narraba sobre este hombre desconocido, con evasivas unos y con disimulos otros. Viéndose en esos momentos cuadros poco comunes entre estos juguetones, como el que presentaron dos o tres al no resistir el dolor de la verdad sobre ése diezmado por el sufrir, quienes debieron esconderse de las miradas ajenas a llorar su tristeza, mientras los demás no atinaban que sentir, pensar o hacer, ateniéndose a lo que les dijeran después en la casa, al final de las vacaciones, cuando se vieran con los papás, para preguntarles sobre el viejito loquito y cojito que casi les daña un paseo al lago artificial.
Como era costumbre de la señora permanecer casi todas las mañanas calmando el guayabo, recostada de lado en la cama, sin moverse durante horas más que para lo indispensable, levantándose sólo para ir al baño o tomar algo para calmar la sed; creyeron los muchachos que no iba a recibir al visitante; extrañándose mucho al ver su aceptación y la forma como se dispuso sin objeción alguna a atenderlo, apenas lo anunciaron; poniendo otra almohada que le levantara un poco más la cabeza y la espalda; haciéndolo sentar en una butaca cercana, sin mostrar incomodidad alguna por la forma inadecuada de presentarse, ni inmutarse por cuanto le decía desde el preciso momento en que la vio; mirándolo con indiferencia sin dejar de abanicarse e inhalando de cuando en cuando el aroma de una botella de alcohol que permanecía en el nochero; cogiéndola y volviéndola a colocar automáticamente, con su atención puesta en las radionovelas que acostumbraba escuchar a diario -que todos respetaban-, haciéndole silencio para no importunar su estado de reposo y aletargamiento, compartiendo con ella sólo las relacionadas con leyendas árabes y príncipes de la selva.
Para la señora, su relación con este viejo que la buscaba con cierta regularidad, le era bien difícil, pero se sentía incapaz de no atenderlo, haciéndose negar simplemente. Porque, de verdad la tenía muy cansada con sus palabras reiterativas, a las que ella no podía dar crédito, porque se vivía en un ambiente nacional con tantas formas de violencia y trampa, por las que moría más gente, que por la de los enfrentamientos armados tradicionales en la lucha por el poder estatal, y cundía la desconfianza parejo con la corrupción administrativa en sus múltiples formas. Así como tampoco desconocía que él era un buen hombre, que no iba a cometer ofensa alguna contra los suyos; dejando pasar el tiempo, hasta que él se aburría de tanto quejarse y suplicar por la justicia que consideraba merecer, sin recibir uno solo de los obsequios que le hacían traer por Luz Helena, Orfidia o Magda, las empleadas domésticas, rechazando con mano desdeñosa las bandejas con vasos y platos, respondiéndoles que a él no le gustaban las limosnas. Tal vez, el viejo en su miserable condición trataba de demostrar cierto orgullo, o simplemente sentía irrespetado el alcance de sus peticiones hechas con la firmeza que sólo puede ser vista en quien posee una verdad irrefutable, pese a que su voz presentara un timbre áspero y sus palabras le salieran gangosas, dada la continuidad de su queja ante la vida que le había tocado y la respiración jadeante por haber caminado tan largo trecho bajo el sol ardiente en sus condiciones de salud.
Al rato, el viejo salió de donde consideraba que le adeudaban sus bienes terrenales, con su acostumbrado porte de resignación, creyendo haber concluido su reclamo de justicia, con la esperanza puesta en la credibilidad que se atribuía, y mientras se alejaba lentamente paso tras paso, la señora dijo a su familia que se trataba de un viejito loquito que hacía mucho tiempo venía a visitarla; esperando ella que sus palabras no tuvieran importancia alguna, ya que no podía creerse en lo que decía, porque ni siquiera había permitido que se le hiciera algún favor, pues, como bien habían podido oír, no recibía ni agua de cuanto se le ofrecía. Siendo suficientes estas palabras para que retornara el entusiasmo de casi todos los muchachos, que dando brincos, gritaron de alegría al ver que por fin se iban a gozar al lago que les parecía tan divertido; disponiéndose ahí mismo a entonar las rancheras que consideraban más relajo con letras como: Escaleras de la cárcel/ escalón por escalón/ unos suben y otros bajan/.., desconociendo su origen en Emiliano Zapata; apenas acordes para sus ganas de reír en este tipo de paseos; con parodias guapachosas u otra canción popular en boga: ¡Embriágame con cerveza dame aguardiente / y cúbreme con las tapas de cervunión,/ que sólo quiero emborracharme / y que sea tuyo, tan sólo tuyo mi corazón! / ... .
Lo que supo después la pandilla, era que el viejo cada vez que se animaba, emprendía la paciente caminada hasta la finca, a lo mejor imaginando que pasaría sus últimos años en el terruñito que reclamaba a la señora con tanta insistencia; yendo paso tras paso con esa porfiada ilusión de Justicia que realizaría sólo con su presencia y sus palabras, imaginándolas suficientes para demostrar su verdad, y que entonces, ella –madame Cucú- se conmovería y avergonzaría por los abusos de su marido durante las prolongadas ausencias que se daba; cediendo al fin a sus ruegos. Pero, de la misma manera que las veces anteriores, esa soleada mañana, el viejo se encaminaba de nuevo hacia su casita en el pueblo sin despedirse de nadie, tal como había llegado sin saludar, luego de hacer el monólogo para un sordo a la condesa Cucú, sobre su esposo don Miel de Caña; alejándose lentamente de la casa solariega; pensando volver en otra ocasión, mientras le acompañaran las fuerzas suficientes para mantenerse erguido y echar a andar carretera arriba.
Entretanto, en la casa la algarabía juvenil llenaba el ámbito, al acomodarse cada uno en el carro; arrancando a toda prisa, dándole alcance casi inmediato al hombre que ya veían como al anciano loquito que visitaba a la tiíta-abuelita y, atendiendo sus sugerencias, se detuvieron junto a él, invitándole a subir en la camioneta, para hacerle el favor al pobre hombre, como le decía ella, sin querer ninguno hacerse muy cerca de él durante el trayecto, como si padeciera una enfermedad contagiosa, viéndose gestos que esquivaban hasta su mirada; dejándolo a los pocos minutos en una calle solitaria, apoyado en el grueso y rústico bastón que le ayudaba mantenerse de pie, mirando con perplejidad el vehículo que se alejaba, llevándose el bullicio de los muchachos y levantando polvaredas con la velocidad de sus llantas.
Manizales, septiembre de 2004.
Volver al principio de Heredad Volver al principio del artículo Volver al principio
La ejemplaridad de don Quijote y temas relacionados
En la infancia al ir creciendo se tropiezan los primeros pasos con la figura delgada que monta un caballo flaco, junto a su amigo gordo que va en burro, en casi todo lugar adonde lleven los pequeños pasos su curiosidad innata. Por siempre presentes estos dos personajes en cuadros de algún admirador de pintores, en esculturas, vaciados de yeso, tallas, artículos de revistas y periódicos, en tareas del colegio o en ovaciones de algún profesor encargado de transmitir dimensiones del idioma, junto a símbolos representativos de la patria, el orden, la justicia y el valor en uno de los actos públicos más importantes del año e inclusive los encontramos en avisos publicitarios de negocios variados en las urbes.
Personajes representativos de la crema social en la literatura castellana que demarcan inicios de la cultura hispanoamericana y el desarrollo, enriquecimiento y expansión de su leyenda medieval de caballero y siervo, la misma que ayudó a implantar el credo de la lengua que comenzaba a conjugarse en los territorios conquistados, siendo desde entonces ensalzados por padres y educadores casi en tono de veneración; imponiéndose en la familia y el colegio sobre el desgano juvenil para asimilar estas aventuras con molinos de viento poco existentes en los paisajes del entorno americano, escritas con ese peculiar estilo y esa musicalidad extraña y graciosa para tiernas edades de oídos bogotanos, costeños, paisas, latinoamericanos en general e incluso españoles del siglo veintiuno.
Al intentar un poco la retrospectiva, hay que imaginar aquellos tiempos en que se escribió obra tan notable: de oscuridades lóbregas y turbio conocimiento, despotismos, persecuciones, saqueos, fundación de ciudades que luego eran incendiadas y enfermedades que extinguieron poblaciones enteras del "nuevo continente" para los europeos que concebían la Tierra como una gran planicie, siendo de observarse también que hasta el revolucionario Copérnico, al ver alguna vez un meteorito, afirmaba: "Es imposible que caigan piedras del cielo". De la misma manera se daban hogueras impresionantes; esclavitud de azotes, marcas de hierros candentes sobre pieles oscuras africanas y las de otros rebaños –como consideraba su fuerza de trabajo igual a los animales esta forma de producción de capital-; sumadas a estas circunstancias las lecturas apocalípticas nocturnas a la luz de antorchas y lámparas con llamas móviles y rojizas de cebo animal que expelen un humo espeso y un hedor característicos, el mismo fenómeno que encontramos siglos después en los inicios del teatro Colón en Bogotá (16), en su carpa iluminada por una enorme araña central, de la cual caían gotas calientes sobre el pueblo que se encontraba debajo de esta, cuando los enamorados Bolívar y Manuela soñaban y luchaban por la liberación de tanta tiranía.
Es de imaginar en estos ambientes de las ciudades peninsulares que los agentes del orden deberían ser igual de rigurosos, rudos y efectivos a los que ejercían el llamado Santo Oficio de la Inquisición -tan parecidos a los que actualmente vigilan a sangre y fuego las fronteras del norte considerado Primer mundo-, en ese "viejo mundo" donde todo cuanto se enviara a sus colonias de ultramar, debía ser sometido a meticulosas pesquisas en las aduanas de los puertos, máxime si contaban con el agravante de ser objetos subversivos como los libros, porque el Renacimiento estaba pisándoles los talones en Florencia, Nápoles y otros epicentros culturales.
Por afinidad, esa misma mirada implacable de las autoridades debió haber caído sobre la obra insigne (El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha), para examinarla párrafo por párrafo en mil seiscientos y pico, cuando fue avalada por la aduana -en cien ejemplares de su primera edición- antes de zarpar hacia Cartagena de Indias, o posiblemente, también hacia las demás colonias de ultramar como Santa Marta recientemente construida sobre las ruinas de la desaparecida "Tayro", donde se escuchaba la musicalidad producida por sonajeros de oro en diferentes timbres y tonalidades acordes con la fuerza del viento, bamboleándose prendidos de los marcos de puertas y ventanas, en esas ciudades de admirable arquitectura esparcidas por la Sierra Nevada, con senderos de piedra, muros de contención, alcantarillas y otras maravillas del ingenio humano, frente al color y la tibieza embriagantes de aguas y arenas del Caribe. Asimismo, es posible que hubiesen enviado esta publicación hacia la colonia que se establecía en la tierra de los cóndores o altiplano cundiboyacense y en sus alrededores, o hacia las tierras de Nueva España, La Santa Cultura Occidental del Sur de Los Andes, La Española o hacia cuantos territorios más lograron adentrarse con su violencia los súbditos de la corona, el papado y los bancos europeos que compraban gobernaciones y sometían con el cañón, el caballo, la espada y artimañas quebrantadoras de la palabra de honor en las treguas y tratados de paz en nombre de la divinidad.
Personajes de la literatura como el "caballero andante y su escudero" evocan trasfondos de tragedias horribles entre quienes les rodeaban en su geografía patria, sumidos en su realidad, sin ser capaces de renunciar a ella o sin planteárselo siquiera, como personajes del teatro ineludiblemente ceñidos a un libreto absorto en el espíritu de su momento histórico, hallándose en los vericuetos de sus vidas nombres que de pronto aparecieron en una edad remota, como reza en libros antiguos. Es de observarse asimismo en el origen de este expansionismo que en la península ibérica era considerada esta lengua "tosca para hacer poesía", hasta cuando apareció este personaje a caballo como suficiente razón, para que en la historia se señalen los inicios de Hispanoamérica. Obra escrita por uno de los súbditos más notables que tuvieron los reyes católicos, obediente del mandato divino y –sobre todas las cosas- de las leyes para la causa imperial en lugares nunca soñados antes en Castilla ni en Roma; plasmados en pasajes literarios con la glorificación de la figura decaída de este caballero, quien al final de su vida no preconiza ya el combate contra los simbólicos molinos de viento, ni pregona batallas motivadas por sus admirados predecesores en los libros que tanto había leído, sino que, desde su cama de enfermo, hace apología del rezo con fe absoluta y del arrepentimiento de sus locuras.
Estos puntos trascendentales parecen haber pasado inadvertidos para las generaciones pasadas y presentes desde hace centurias, talvez por incapacidad o por un desgano total para abarcar la integralidad del ser de este tipo de personajes y su autor, haciendo referencia a los escritos en que basó su creación, etc., además de un aparte minucioso sobre ese caballero andaluz –Gonzalo Jiménez de Quesada- que le inspiró, ése que había estudiado las leyes de entonces y había muerto en ultramar -Mariquita Tolima-, ése de las historias que fueron conformando paulatinamente el personaje caballeresco en su imaginación –la de Miguel de Cervantes Saavedra-, que debió haber hervido cuando se encontraba prisionero en una cárcel, al recordar el calor transmitido por sus parientes al narrarle a su manera y con suma admiración sus hazañas en el "nuevo mundo", adonde siempre quisieron ir algún día muchos europeos como él y esperaban hacerlo los demás en sus años juveniles, para buscar mejor vida y escapar de tanta barbarie y corrupción.
De forma parecida este notable escritor había intentado años atrás llevar a cabo similares gestas en las campañas realizadas con los ejércitos de sus reyes en latitudes más próximas a su patria natal -el otrora Al Àndalus-, hacia el sur oriente, para sacar avante su codicia y la extensión del reino, pero había rodado con otra suerte y por esos días no le quedó más que echar mano de estos relatos, incluso de boca del mismo "adelantado" don Gonzalo, cuando regresó por más de una década a la península lleno de riquezas materiales y oro para gastar en bares y burdeles, y sobre todas las cosas, para tener una entrevista con su rey y entregarle personalmente lo que más valoraba: el poderío territorial anexado a sus dominios.
La transmisión oral saturada de interpretaciones fantasiosas sobre la vida del fundador de la Nueva Granada y su capital Santa Fe, le sirvieron a Cervantes durante ese tiempo difícil y doloroso, para aislarse del encierro y las presiones de ese ambiente, talvez para justificar su soledad con la profunda responsabilidad de escribir algo, o, porque, posiblemente no contaba entre sus haberes otra mejor opción; entregándose a hacer lo que tanto le gustaba: escribir. O, a lo mejor hizo este esfuerzo por un afán intenso de agradar al rey y su caballería, para ver si por fin le daba un nombramiento en esas tierras extrañas y maravillosas que se apoderaban de su imaginación durante los largos silencios obligados, imprimiéndole las características que hicieron ubicarla como la mejor creación literaria del momento por parte de monarcas y clérigos; dejando en ella impresa su paciencia, dedicación y ambiciones a la altura de ese siglo XV, cuando la reina Juana enloqueció por profundos problemas morales de su espíritu cristiano, mientras su marido y su hijo hicieron de las suyas en nombre del poderío imperial. Además, ya que además, por las dificultades económicas que le presionaban en tiempos de libertad, nuestro autor insigne había sido capaz –paradójicamente por el sentido que se le ha dado al personaje caballeresco- de ofrecerse en el castillo de los reyes como contador en las galeras de Cartagena de Indias, con todo lo que connotaba el ambiente de ese compromiso.
Así, observando desde esta perspectiva generacional es bueno tener presente la enorme distancia en el tiempo y a la vez, la latencia de ese espíritu arcaico en la arquitectura actual de las ciudades colombianas –excepto pocas-, en la estructura social del campo y en el lenguaje común de la gente de cualquier región latinoamericana, al valerse de palabras que parecen salidas del tiempo presente, arraigadas en el alma con las mismas formas de apreciar hechos de la vida y de evocar a Dios, muchas veces en los mismos tonos de los ancestrales colonos con su pensamiento rígido; permitiendo demostrar que cada obra en cualquier campo de la cultura revela trasfondos del autor y sus contemporáneos con sus esperanzas e ideales, tal como lo hace este cuento español que, al bajarlo del andamiaje en que se le ha catalogado por efecto de circunstancias concretas, revela los escenarios donde fue configurada y cada uno de los personajes que componen las imágenes contextualizantes de su realidad, cuando Cervantes sería apodado por siempre: Manco de Lepanto, después de participar en esa famosa guerra; haciéndole un honor a su lesión irreversible con el nombre de armadura que bautizó a su protagonista: quijote (21-22), y a la vez creándole una memoria a la caballería conquistadora que se lanzó al ristre por el expansionismo de coronas y bancos europeos, porque –seguramente- ya habían pasado los tiempos de otros cruzados que creyeron en recuperar la sangre azul de los dioses que precedieron a la especie humana (l8).
Por razones de tal envergadura, este punto inicial de la cultura hispanoamericana ha sido tratado por un investigador idóneo (1) hace más de medio siglo y sirve para comprender el origen de nuestras idiosincrasias, basándose en lo que hicieron y sintieron los contemporáneos de Gonzalo Jiménez de Quesada en América, junto a los demás caballeros que expandieron el dominio ibérico y de su pariente Miguel de Cervantes Saavedra. Facilita además ésta obra (El Caballero de el Dorado) un parangón muy curioso cuatro siglos después en la realidad del siglo XX con su persona (1), en una capital latinoamericana muy importante, a quien curiosamente, casi de la misma manera le ocurre un destino similar que a su investigado, quien fue envidiado por sus contemporáneos, que le hubieran condenado a morir en la miseria por su falta de valoración del trabajo ajeno –de acuerdo con lo que cuentan sus hermanas en el presente-, sin poder sacar a la luz tan estimable labor intelectual –aunque disguste a cierta opinión tal verdad-. Por ello, para sonrojarnos un poco, no sobra aclarar por añadidura que más de medio siglo después del año l942 en que fue editada esta obra aclaratoria sobre el simbólico personaje caballeresco, todavía no ha recibido la difusión merecida, talvez, porque sirve para desligar todo colonialismo del pensamiento actual, dejándose a lo largo de las décadas en silencio, incluso, mucho después que la nueva Constitución Política irradiara luz sobre los trasfondos de la dictadura impuesta por el Concordato hasta 1991. O a lo mejor, porque nuestro país cuenta con un reducido público lector -de acuerdo con estadísticas editoriales en ferias del libro-, propiciando tal estado de ignorancia al igual que en muchos otros casos, mixtificaciones como las de este "caballero de la triste figura", porque "como dicen por ahí" Sancho al fin y al cabo no representa más que al pueblo inculto de esa Edad Media con ganaderías y cultivos de terratenientes y aristócratas.
Obra maravillosamente aclaratoria (1) que hace brillar la verdad sobre las circunstancialidades que determinaron el carácter de la cultura latinoamericana, fundamentada en quienes el autor denomina "padres de nuestra historia", que sirve asimismo para comprender a los personajes representativos de la llamada edad de oro español, quienes echaron raíces en nuestra alma desde cuando sus figuras pasaron por el Río Grande de la Magdalena, embarcados en carabelas erizadas de flechas disparadas por los nativos, enfermedades de selva que diezmaron ejércitos enteros y felinos que raptaban a los debilitados de sus hamacas, llevándoselos selva adentro, y que, al cabo de los meses, al entrar en la sabana cundiboyacense los sobrevivientes de sus ejércitos, en harapos y con rostros demacrados (2-3-4-5-6-7-9-18). Además, por pura accidentalidad, este punto geográfico simultáneamente propició el encuentro de tres caballeros europeos muy conocidos (Belalcázar, Federman y nuestro muy recordado fundador de Santa fe), quienes, al conversar con el paso de los días, aclararon las falsas ideas que tenían sobre los territorios explorados en el continente suramericano, al haberlo concebido como una suma de islas: uno proveniente del reino inca, otro que representaba los bancos alemanes procedente de los llanos orientales y nuestro personaje central don Gonzalo, de la desembocadura de las fragorosas aguas del río que le indujo a seguir el curso de su corriente; iniciándose de inmediato entre ellos una disputa por el título sobre las regiones conquistadas.
Las aventuras del caballero don Gonzalo en las elevadas planicies de la Cordillera Oriental -similares a la llanura de La Mancha- descritas por los familiares del notable autor –Cervantes-, le sirvieron para modelar la figura de don Quijote con poses de tristeza, soledad, locura y arrepentimiento que han logrado conmover incluso a poetas del siglo XX como León Felipe, a quien hizo desbordar La gran Aventura, dedicada exclusivamente al español, talvez desde cuando nació el dicho: "de poetas y locos todos tenemos un poco". De esta manera queda demostrado que Miguel rodó con la fortuna de adquirir de primera mano este material literario lleno de emoción, al escucharlo tan de cerca en labios de su esposa y familia, sobre las tierras occidentales que se creyeron hasta tiempos de Simón Bolívar (13) habitadas por criaturas de formas extravagantes y monstruosas, nunca antes concebidas por la imaginería teratológica de la época, sumándole cuanto el "adelantado" pudo narrarle a sus admiradores para orgullo patrio, cuando regresó tiempo después por esa Andalucía que le vio nacer, para quedarse durante largos años, esperando que el rey –quien parece no haber querido atenderlo- le diera un alto cargo y un título nobiliario. Mientras tanto iba gastándose el oro acumulado durante los saqueos y exterminios de pueblos enteros en los territorios de la delimitación política conocida hoy bajo el nombre de Colombia -aunque parece que este punto no se trataba en las conversaciones de familia-, enriqueciendo incluso a la que había sido su carcelera por cierto tiempo en Portugal, que exclamó alborozada por puro agradecimiento a él y a Dios, al recibir tan buena dote, ya que, no necesitaría "ser por más tiempo carcelera de nadie".
Abundaba también material literario para Miguel en las noticias llegadas a través de los corresponsales de ultramar, con leyendas que en conjunto iban modelando lentamente personajes humanoides en la fantasía de los marineros, de igual manera que al caballero andante que brilló con la parte más cristiana de la dicotomía espiritual padecida por el fundador de Bogotá -y por muchos otros de sus compatriotas dedicados a rebuscar dorados- que salía a relucir cada tanto, por lo general después de haber sido el feroz e inclemente conquistador casi hasta la hora de su muerte. Trances durante los cuales –seguramente- parecía haber querido desde el fondo de su alma ser el mismo Jesús, al mostrar compasión hacia los indios, ante las injusticias que continuaron cometiéndose tras la ejemplaridad de sus ejércitos, o talvez, tratando de negarse el fracaso total del amor en aquel espíritu imperial de su entorno abanderado de cristiano (1 al 20).
Al famoso fundador de La Nueva Granada le ocurrió –lo que a la mayoría de la gente- que su tiempo personal sólo alcanzaba para cumplir compromisos políticos con copartidarios o colegas al servicio de sus altezas reales, dejando atrás los mandatos de la ley Dios que, desde el fondo de su conciencia moral, le incriminaba por sus desmanes, por esa fe que había encontrado en lecturas sobre el origen de las leyes y la Inquisición como fuerza mayúscula. Lo mismo que ocurría a los frailes recitadores de catecismos, entre quienes hubo los que arremetieron de alguna manera cruel contra los considerados animales (ibídem) -en su fanatismo- por no profesar su doctrina de rezos y golpes de pecho, como lo expresan los cronistas -en palabras ya caídas en desuso- al referirse a ellos y en otras circunstancias en las cuales llegaron incluso a matar sin compasión a cuchilladas, abusando de desventajas en las que no podían reaccionar por encontrarse indefensos.
Esa misma circunstancialidad ideológico-política llevó a múltiples batallas sanguinarias, trampas, traiciones y pérdidas horribles para don Gonzalo, haciendo que pasara de pronto a defensor, talvez, tratando de darse alguna ínfula de compasión y amor ante los suyos, o a lo mejor intentando hasta lo imposible por remediar las culpas que cargaba por su codicia irrefrenable y desbordada que le llevó a cometer envilecimientos innombrables, porque, además, debía cumplir órdenes al igual que sus marineros y jinetes, ya que en caso contrario, deberían haber pasado a engrosar las filas de desertores que produjeron rebeldes como Aguirre, quien "pedía a su alteza real las Escrituras que Dios le había dado sobre estas tierras". Razones tan transparentes de los tiempos dan luz sobre los intrincados temas que se ciernen entorno a la formación del carácter de este conquistador y de este escritor, acerca de las actitudes que tuvieron por norma a lo largo de sus vidas, que paulatinamente fueron modelando con la figura de Alonso -el último de los Quesada hijo de Gonzalo y nieto de Gaspar- a don Quijote de la Mancha, a cuyo nombre en la España de hoy se le rinde honores al estamparlo en una ONG muy importante.
De tal manera se representaron los caballeros conquistadores con la imagen del Quijote alucinado, rebelde y arrepentido, el que ha sido transmitido con veneración en las instituciones educativas, otorgándole con el paso de los siglos la estatura irrefutable que conserva hasta hoy, desde el establecimiento de la colonia en América, adonde es necesario detenerse a observar un poco siquiera, para comprender al mismo tiempo a los desplazados subsiguientes hasta el siglo XXI, junto a la violencia instaurada desde entonces (19), origen del movimiento guerrillero existente que manifiesta el descontento de las gentes mezcladas de una región a otra, década tras década, en estas latitudes donde -como en las tragedias de la literatura más antigua- las familias llamadas de clase alta han sido capaces de hacer cualquier cosa por sus patrimonios, de la misma manera que aquellas tiranías de griegos, latinos y troyanos en su devenir mediterráneo, tal cual los hermanos del antiguo testamento judeocristiano, y, al parecer como una constante del poderío humano sobre la tierra, al encontrarlo en civilizaciones precolombinas como la azteca -usurpadora de la identidad de otros- en aquel fértil y hermoso valle de Anáhuac (6), o en el gran imperio incaico de "los hijos del sol" con Huáscar y Atahualpa a la llegada de Pizarro o en tantos otros vecinos de vastas regiones como Calarcá e Ibagué
En conclusión, temas como este se vuelven espinosos porque han sido transmitidos con intereses ideológicos muy precisos, en este caso la máxima representación literaria de los caballeros españoles -impositores de su lengua y credo-, con la misma veneración desde 1605 durante la colonia cruel, y año tras año de dominación castellana, pasando de largo por el siglo XIX -pese a la Independencia-, logrando prevalecer la "triste figura" que llevaba por yelmo una vasija de barbero y murió arrepentido de haber librado su lucha contra los molinos de viento, símbolo del poderío feudal; inspirándose su autor en libros de caballería citados por él, quien debió haber conocido también a los cruzados cátaros, templarios, druídas o los nórdicos de la mesa redonda y el santo grial, a parte del manuscrito "de un morillo" destacado en su obra que le sirvió para caracterizar al personaje insigne, posiblemente de su patria chica -Andalucía- recientemente convertida al cristianismo por los ejércitos de su corona imperial católica-apostólica-romana.
Esta obra ya legendaria se forjó en la imaginación de pueblos que temían a Dios con todo su fervor, pero que, aunque no olvidaban el libro sagrado donde dice: "Yo soy la palabra", faltaron a ella con tanta facilidad, incluso en los tratados de paz -en momentos difíciles de su causa imperial como la revolución de los Comuneros del Socorro-, para acometer cobardemente, asumiendo estas actitudes con desenvoltura a la vez que imponían a los sometidos sus teorías sobre los mandamientos de la ley divina, dándose así esa dicotomía espiritual en cada uno de los caballeros y sus comitivas –todavía existente entre quienes asumen oficios y profesiones diversas-, con sus huestes formadas por presidiarios condenados al exilio y algunas honrosas excepciones de bondad entre los frailes –así como actualmente en cualquier institución pública o privada- que dadas las circunstancias debían acolitar excesos.
Es necesario en este contexto histórico-político detenerse a observar aquellos que se desempeñaban en la aduana inquisitorial y dieron luz verde –digamos- a la reconocida obra de este personaje caballeresco paradigma de lo virtuoso. El intrépido que termina arrepentido de sus transgresiones al Estado clerical, asistido por las autoridades del pueblo. Libro que –seguramente- los poderosos de entonces al leer, debieron haber aclamado por unanimidad, al tener bien claro su alcance en la dominación ideológica castellana, siendo por eso exportado a las colonias en carabela, porque nada más a Cartagena llegaron cien ejemplares, dándose la necesidad de hacer proporciones con los demás que llenaban las dos cajas en que se empacaron, por tratarse de obras relacionadas con la fe en cantidades muy inferiores y, de paso prestar atención a la sorpresa que se llevaron los familiares de Quesada al leer las páginas escritas por su pariente, ya que se disgustaron muchísimo al encontrar "intimidades de la familia".
julio de 2007
Bibliografía
1- El caballero de el Dorado - Germán Arciniegas.
2- Historia Universal t. I. Introducción - Jacques Pirenne.
3- Crónicas de historiadores de Indias - Colección Grolier Quillet.
4- Brevísima relación de la destrucción de Indias - Bartolomé de las Casas.
5- Atabi – Tesis de grado de un profesor de Uniquindio.
6- Mitos y leyendas de los chibchas – Jesús Arango Cano.
7- Yurupary – Héctor H. Orjuela.
8- Azteca – Gary Jennings.
9- Huasipungo – Jorge Icaza.
10- Psicoanálisis de la Sociedad Contemporánea y El Arte de Amar – Erick Fromm.
11- El asesinato de Cristo – Wilhelm Reich.
12- La Rama Dorada – Frazer.
13- El general en su laberinto – G. García Márquez.
15- En busca de los dioses- Jacques Lacarriere.
16- Historia del Teatro en Colombia – Colcultura.
17- Las Cuatro Estaciones – Ann Osborn.
18- Revistas y periódicos de universidades e instituciones oficiales de antropología, literatura, psicoanálisis, Ambiente y otros relacionados con la época. Se sugiere remitirse a la bibliografía de Los hijos de los Astros.
19- La violencia en Colombia – Germán Guzmán.
20- Historia Económica de Colombia- Alvaro Tirado Mejía
21- Diccionario de la Real Academia de la Lengua.
22- Diccionario enciclopédico Quillet.
23- Diccionario Encarta de Internet.
Volver al principio de La ejemplaridad de don Quijote y temas relacionados Volver al principio del artículo Volver al principio

Entrevista: todo sobre Jugar a Ser - talleres lúdico-formativos

Anónimo habla de Los secretos de su profesión

Detalles del negocio

  • Productos y servicios ofrecidos

    eventos lúdico-formativos, libro, talleres
  • Métodos de pago

    Efectivo, Mastercard
  • Idiomas hablados

    Español
  • Servicios adicionales

    Área no fumador

Opiniones